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Manual del Perfecto Gay - Fanfiction Harry Potter
Perlita loves Quino's work
Perlita loves Quino's work

 

 

 

PerlaNegra - Harry Potter Slash Fanfiction

Sexy H. P.

Capítulo 1


Sexy...

 

Potter era un hijo de puta.

 

Era ésa una Realidad Innegable –sí, así, con mayúsculas- y de la cual nadie debía dudar, y, por lo mismo, Draco no alcanzaba a comprender por qué todos continuaban idolatrándolo. No comprendía cómo no veían lo mucho que el cabrón había cambiado.

 

Aunque era cierto que el cambio había sido pausado, imperceptible, apenas visible; pero, aún así, Potter era un hijo de puta, un canalla que abusaba de su fama, de su ingente e inmerecido poder mágico, de su puesto privilegiado en el Ministerio, de toda la gente importante que le daba el espaldarazo sin cuestionarlo, de su trabajo como auror.

 

Y no sólo de eso.

 

Existía otro poder, otro poder que Potter ostentaba y que no tenía nada que ver con la gran cantidad de magia que corría por la sangre de su mestizo cuerpo. Que no tenía nada que ver con que fuera el auror consentido de todo el escuadrón, que si no había sido ascendido a jefe del departamento era porque, justo él, no había querido –y Draco estaba convencido de que no aceptaba el ascenso por la pura comodidad de no tener más responsabilidades y seguir viviendo de manera fácil. No, ese otro poder no tenía que ver con nada de eso.

 

A Draco, desde siempre, desde que había escuchado el nombre del Niño que Vivió –comparado sólo al molesto retintín de una gota de agua cayendo sin parar, constante en su vida, día y noche, noche y día, volviéndolo loco- le había molestado la excesiva atención y mimo que se le concedía sólo por haber sobrevivido. ¿La gente era idiota o qué? Como si Potter fuera el único sobreviviente de aquella guerra y de la posterior… porque, bien mirado, todos lo que se encontraban en ese momento vivitos y coleando justo ahí en la cafetería del Ministerio, eran, desde el punto de vista de Draco, sobrevivientes. Y algunos, seguro, con mayor mérito que el de sólo tener buena suerte. Entonces, ¿qué era lo que diferenciaba a Potter de los demás?

 

Mientras se removía en su silla de madera y se acomodaba El Profeta frente a él para taparse la desagradable vista, Draco concluyó –casi a regañadientes- que lo que más le jodía era el presentimiento de saber con exactitud cuál tipo de poder era del que Potter echaba mano últimamente para ganarse el cariño y el favor de toda la gente. Y le jodía con ganas, porque él mismo, Merlín santo, él, el mismo Draco Malfoy, también se sentía terriblemente influenciado.

 

Porque, si no fuera así, no estaría en ese momento ahí sentado.

 

Al día siguiente, Draco pasó toda la mañana amonestándose, regañándose, intentado convencerse, usando su mejor retórica y hablando con él mismo en todos los tonos posibles. Al final, se juró que no volvería a pararse en la cafetería, ni ese día ni ninguno más. Ethel, su secretaria, no dejó de echarle furtivas miradas como si creyera que ahora sí, su jefe del departamento de Finanzas del Ministerio, se había vuelto definitivamente loco.

 

A Draco no le hizo ninguna gracia que su secretaria lo estuviera mirando con ojos de lástima, pero tenía demasiada clase como para ponerse a darle explicaciones, así que lo dejó por la paz. Ya se desquitaría cuando algún día la bruja quisiera irse temprano a su casa. El punto de todo era que Draco sabía que no estaba loco, que sólo estaba controlando sus debilidades para, precisamente, no caer presa de la locura. Porque era preocupante –y ciertamente parecía un claro síntoma de locura- que él, Draco Malfoy, estuviese, día a día, subiendo a la cafetería del edificio a tomarse aquel café horrible (del cual no tenía necesidad, pues Ethel le preparaba uno mucho mejor) para fingir que leía un periódico (del cual Ethel ya le había elaborado un conciso resumen, señalándole los artículos de su interés).

 

Y así, poder echarle sus vistazos diarios al hijo de puta más famoso del mundo de la magia.

 

Con lo que Draco no contaba, era con que siempre había sido un ricachón mimado desde su más tierna y adorable infancia. Por tanto, fue casi natural ceder a su más grande caprichito del momento: regalarse a él mismo sus treinta minutos de jodido banquete visual. Después de todo, si ya lo había hecho durante varios meses… ¿qué era un miserable día más? Nada más uno y ya, pensaba mientras caminaba hacia el ascensor, mirando por encima de su hombro para hechizar al primero que se atreviese a preguntarle hacia dónde se dirigía. Suerte que Ethel ya ni lo hacía.

 

Y tal como lo venía haciendo desde hacía más de medio año, Draco llegaba a la apestosa cafetería armado con el diario, se apoltronaba ahí, todo dignidad y elegancia, rehusando con su pura actitud cualquier petición de compañía. El camarero ya ni le preguntaba la orden del día; simplemente le dejaba el café (que casi siempre permanecía intacto salvo unos pocos traguitos) sobre la mesa en cuanto Draco hacía acto de presencia. Entonces, Draco desplegaba al Profeta (el cual tenía doble propósito: le servía como escudo y excusa) frente a su cara. Y cuando los aurores se presentaban y se acomodaban en una de las mesas cercanas, Draco medio fingía que leía una nota y, luego, bajaba el periódico para sorberle a su café y aprovechar ese ínfimo momento para observar.

 

Y bueno, otra de las cosas que más enfurecía a Draco es que realmente sí había mucho qué observar en la mesa de enfrente. Tanto, que a veces se le olvidaba que estaba fingiendo que bebía café y que miraba el periódico, y permanecía minutos enteros con la boca abierta, bebiéndose a Potter en vez de a su café. Era, por decir lo menos, humillante.

 

Porque Potter podía ser un hijo de puta –sin duda-, pero era un sexy H. de P. Y eso, maldito Merlín también hijo de puta, cómo jodía a Draco. Lo jodía tanto que le daban ganas de matar al desgraciado. De matarlo porque tenía el descaro de llamar excesivamente la atención de todos –incluso la de Draco- y a quien a cualquiera le parecería una persona desesperada por ser famosa. Pero Draco sabía –por más que odiara reconocerlo- que no era así. Era algo innato. Aún siendo vulgar y escandaloso, la gente lo encontraba encantador. Gesticulaba excesivamente con las manos, algo que se podía considerar de poca clase, pero que en él, en Potter, parecía sumamente adorable. Tanto, que Draco había aprendido a leer y a descifrar cada una de sus posturas y gestos sólo a base de sentarse ahí día tras día a observarlo.

 

Si había tenido un mal día o estaba cansado, solía poner su mano izquierda en puño y posarla sobre la mesa con suma tensión, como si en cualquier momento fuera a golpear la mandíbula del primero que se atreviese a contradecirlo. Sobra decir que nadie lo hacía. Draco no estaba seguro si era porque todos habían aprendido a leer las señas que Potter mostraba cuando estaba enfadado, o porque simplemente todos sentían la rabia irradiando a través de su aura mágica. O porque era un hijo de puta y nada más.

 

Si Potter estaba nervioso, usaba las manos para rascarse. Cualquier parte del cuerpo. Los brazos, el cuello, la barbilla –Merlín, ese dedo pasando varias veces por la barbilla con esa barba de tres días, era... Draco podía sentir su baba cayendo sobre la mesa cuando Potter se rascaba de aquella manera. Otro signo de su nerviosismo era que parpadeaba con mucha más frecuencia de lo normal. Eso también enfurecía a Draco porque hacía que le prestara atención a sus ojos verdes… bueno, más de la habitual.

 

En cambio, si Potter estaba de buen humor, movía su cuerpo en un constante vaivén de atrás hacia delante. Se llevaba una mano a la cabeza y se rascaba levemente, pero lo suficiente como para despeinarse aún más su horrible mata de pelo negro. Y cuando sonreía, lo hacía con toda su expresiva humanidad. Su mandíbula cuadrada parecía suavizarse, sus ojos se abrían y brillaban más que nunca, su labio superior desaparecía en una delgada línea que mostraba sus perfectos dientes. Y Draco tenía que patearse por debajo de la mesa para no sonreír él también en respuesta.

 

Siempre, antes de hablar, Potter primero tragaba saliva. Y ese “inocente” gesto podía empalmar a Draco en segundos. Porque al hacerlo, la manzana de Adán (huésped de honor de aquel ancho y apetecible cuello) se movía dueña y señora de aquel amplio espacio que era su garganta, la cual pedía a gritos besos y mordiscos. Porque al hacerlo, Potter apretaba los labios –esos labios siempre rojos y húmedos- durante breves segundos mientras tragaba, pero con eso bastaba para que Draco desease con el alma poder levantarse y caminar hasta su mesa y borrar las líneas de tensión formadas alrededor de su boca con sus dedos, con sus propios labios, con su lengua. Porque al hacerlo, Potter atiesaba su gesto, y los nervios de la mandíbula eran visibles a cada lado de su cara, y Draco moría por tocar, por pasar un dedo, por…

 

Los días calientes eran los peores. Porque Potter llegaba a la cafetería, caminado con ese desgarbo tan característico de él y se quitaba la ya de por sí mal abrochada túnica de auror, la cual jamás portaba con la dignidad que cualquier zoquete hubiese creído que semejante uniforme merecía. Y aunque al principio Draco creyó que era bueno que se la quitara porque el hecho de que la túnica fuera del mismo maldito color de sus ojos lo ponía extremadamente nervioso –es que, ¡eso no era posible! ¿cómo demonios podía ser que la túnica de los aurores fuera verde esmeralda?-, pronto, Draco se dio cuenta de que era mucho peor que se la quitara. Porque, invariablemente, bajo la túnica Potter llevaba sólo una delgada camiseta muggle de manga corta. De manga despiadadamente corta. Y como buen hijo de puta que era, parecía aprovechar semejante situación para enseñar sus bíceps y dejar a Draco con la boca abierta.

 

Es que, joder, aquellos brazos…

 

Y era un escandaloso de lo peor, atrayendo la atención de todos los parroquianos hacia él y hacia su grupo de machos uniformados. Reía, hablaba en voz alta; si estaba molesto, retaba casi a gritos. Era un desastre social; ni siquiera sabía expresarse con propiedad -¡tartamudeaba, por Dios!

 

—Chiller es-es… un imbécil. ¡Se lo dije a Scrimgeour, pero tuvo que esperar a que el otro la-la jodiera para… aceptarlo! —Era una conversación promedio sostenida por él, gritando su poca clase a los cuatro vientos y a quien quisiera escucharlo.

 

Lo curioso era que siempre había más de un baboso escuchando con otro tipo de intención, Draco se daba cuenta. Siempre. Al menos uno. Bueno, también solía haber algunas, pero era de todos bien sabido que aquel sexy H. de P. no sentía cosquillas en la entrepierna por las brujas, sino por los guapos del género masculino. Su gesticulación y la manera de mover las manos lo delataba, aun si uno no tenía el gaydar tan entrenado como Draco. Tal vez sería bueno darle unas clasecitas de discreción al tarado. Porque nadie que conociera a Draco podía jurar que él era gay. Aunque lo era. Y mucho.

 

Pero no era como para andarlo divulgando.

 

Pero, ¿qué esperar de un hijo de puta consciente de su atractivo, como lo era Potter? Que en cuanto se daba cuenta que un chico nuevo en el Ministerio caía atrapado en sus redes, desplegaba aún con más ganas aquel irresistible encanto. Y en aquellas ocasiones solía levantarse de la mesa mucho antes que los demás y dirigirse prestamente al baño. El chico en cuestión no tardaba nada en levantarse y salir corriendo tras él.

 

¿Y Draco?

 

Bueno, en esas ocasiones también solía dar su “almuerzo” por terminado antes de tiempo. Al volver Potter a la cafetería, seguramente no vería en la mesa de Draco más que el café intacto y el periódico desperdigado: Draco no estaba dispuesto a dejar que el hijo de puta viera reflejado en sus ojos lo mucho que aquello lo estaba afectando.

 

La revancha personal de Draco llegaba al día siguiente, cuando Don Hijo de Puta ignoraba olímpicamente al chico en cuestión. Draco podía, ahora sí, sonreír a sus anchas al ver a otro más plantado por Potter y sufriendo por él. Qué satisfacción mirar en sus ojos el descubrimiento de que no había sido otra cosa más que un nombre extra en la larga lista de conquistas del auror más cabrón de todo el Ministerio, de ese maldito gilipollas que echaba mano de todo aquel plebeyo sortilegio que poseía –Draco no sabía cómo-, explotándolo al máximo y explotando el cerebro, el alma y la libido de la toda la gente que tenía la desgracia de cruzarse a su paso.

 

Su manera de comer era punto y aparte, merecedora de un ensayo elaborado por un experto en psicología y lenguaje corporal: Potter prácticamente le hacía el amor a su comida y, lo peor, la follaba en público, obligando a todos los demás a ser un montón de patéticos voyeurs con la baba escurriéndoles hasta sus propios y olvidados platos. Draco incluido.

 

Pero lo peor, lo infinitamente peor, llegaba a la hora en que Potter terminaba de comer y procedía –pasándose por el maldito Arco del Triunfo las reglas del Ministerio- a encender un cigarrillo. Y ahí era donde se podía apreciar más la manera en que el cabroncete hijo de puta desplegaba todo su poder e influencia a su alrededor, pues no había nadie en el lugar –Draco juraba que ni el mismo Ministro de Magia- capaz de decirle a Potter un amable “por favor, apaga tu cigarrillo, que el humo molesta a los demás”.

 

Draco estaba seguro que si alguien se atrevía siquiera a sugerir eso, sería linchado por esos “demás”, que más que molestos por el humo, se encontraban a punto de turrón para correr al privado más cercano y sacarse el alma con una paja. Porque mirar a Potter fumando no tenía punto de comparación ni con un striptease estelar (o un chippendale, dependiendo de qué lado batearas) presentándose en Las Vegas.

Y aquel mediodía no pudo ser la excepción.

 

Era un día caluroso, así que Draco tuvo que chutarse el espectáculo de ver llegar a Potter a la cafetería caminando a grandes zancadas –lo cual parecía resultado de un complejo, pues Potter era más bien bajo de estatura-, caminar hasta su silla habitual, quitarse la túnica moviéndose lo más que podía hacerlo, arrojar la prenda de cualquier manera sobre el respaldo de su asiento, y dejarse caer pesadamente en él.

 

Risas, conversaciones y hasta uno que otro grito; ésa era la algarabía cotidiana del escuadrón de aurores que acompañaba a Potter a ser la tortura y el deleite visual de todos los que tuvieran la desventura de encontrarse la bendita cafetería (la cual tenía cada vez más y más clientes a esa hora del día, y Draco estaba muy seguro que el sexy H. de P. mucho tenía que ver).

 

Draco, como lo hacía día tras día, fingió leer y beber, atrapando vistazos esporádicos de un Potter riéndose alegremente, de un Potter mascando sus huevos fritos con la boca abierta, de un Potter limpiándose la boca con el dorso de su enorme mano, de un Potter procediendo a encender su cigarrillo de siempre.

 

Fue ahí, en ese momento, cuando Draco tuvo que bajar definitivamente el periódico. Porque ése era la madre de los shows brindados por el exhibicionista que era aquel cabroncete: su gloriosa hora de fumar.

 

Como quien no quiere la cosa, Potter se llevó la mano hacia la cabeza y cogió el cigarrillo que siempre traía detrás de la oreja derecha –Draco no sabía a qué puta hora se lo colocaba ahí y cómo diablos no se le caía-, sin dejar de charlar y de sonreírles a los demás. Después de dedicarle una sonrisa particularmente sexy a un chico nuevo del escuadrón –un tal Dennis Creevey y cuyo hermano había fallecido en la guerra, según sabía Draco-, Potter se llevó el pitillo hasta la boca y lo dejó ahí, colgando casi a punto de caer, la punta del filtro apenas tocando los labios, inclinado hacia el lado derecho y moviéndose peligrosamente mientras Potter pedía fuego.

 

Porque, a pesar de fumar diariamente y sin falta, Potter nunca llevaba su propio fuego. ¿Para qué molestarse? Si Draco no hubiera estado tan seguro que era un imbécil redomado, hubiese creído que aquello formaba parte de sus tácticas de seducción. Aunque, a esas alturas, Draco ya no estaba seguro de muchas cosas, a decir verdad.

 

Pero de lo que no le cabía duda era de que el hijo de puta de Potter estaba tratando de “darle su bienvenida” a ese tal Creevey.

 

El chico se puso rojo cuando Potter le pidió a él que le diera fuego. Casi tumba el contenido de la mesa en su prisa por sacar la varita y convocar una leve llama que a Potter le sirvió para encender su sagrado cigarro del día. Y nadie se burló de Creevey. Todos estaban demasiado embebidos observando fumar al otro desgraciado como para reírse del nerviosismo del novato.

 

Incluyendo Draco.

 

Potter le dirigió a Creevey una mirada cargada de significado a manera de agradecimiento, y, sin despegar los ojos de él, se llevó de nuevo la mano hacia el cigarro. Abrió los dedos índice y cordial, acercándolos al pitillo, rodeándolo con ellos, pero demorando algunos segundos en tomarlo por completo. Entonces se retiró el cigarro de la cara y abrió un poco la boca, liberando el humo sin soplar. Simplemente, dejándolo salir en curiosas y elegantes volutas blancas que cubrieron su rostro durante un momento.

 

Se relamió los labios –siempre rojos, siempre brillantes-, y de nuevo se llevó el cigarro a la boca, depositándolo del mismo lado derecho y abriendo los dedos mientras le daba una larga calada al tabaco. Draco miró a Potter entrecerrar los ojos mientras hacía eso, como si toda la concentración que era capaz de reunir estuviese encaminada a fumarse aquel puto cigarro de la manera más candente y sensual posible. De hecho, ahora que lo pensaba, Draco se daba cuenta que ése momento era el único en el que el cretino no hablaba. Al menos, no mucho.

 

Por lo regular alguien más –aprovechando la oportuna ausencia de reglas-, se unía al festín de tabaco del cual Potter era el principal comensal, pero nadie, jamás, atraía la atención como lo hacía el moreno. Porque su forma de fumar iba mucho más allá del simple disfrute del cigarro; era una oda sensual, una demostración del agasajo que Potter podía darse a sus sentidos y a los sentidos de los demás. Era una orgía. Sexo público al cual todos eran invitados.

 

Sin dejar de sonreír, hablando entre dientes para no dejar caer el pitillo de sus labios, permitiendo que el humo escapara suave y sin prisa a través de su boca y de su nariz, y Draco juraba que al que le estaba saliendo humo era a él.

 

Tragó pesadamente, olvidando el periódico por completo y poniendo toda su atención en Potter. Sin preocuparse de ser descubierto, pues por lo regular Potter apenas sí volteaba a verlo. De hecho, Draco creía que ni siquiera se había dado cuenta que Draco también trabaja ahí en el Ministerio.

 

Creevey dijo algo y Potter sonrió ampliamente, inclinando su cabeza hacia él y susurrándole algo al oído. Y Draco, con un funesto presentimiento, se dio cuenta de que en esa ocasión, las cosas eran diferentes. Porque, tratándose de otro, Potter ya habría ido y venido del baño. Pero con Creevey, no. Aún seguía ahí, sin claras intenciones de culminar con el asunto. Como si pensara prolongarlo, como si… Merlín, ¿no estaría pensando en tomar a Creevey en serio?

 

Con el corazón latiéndole de una manera particularmente dolorosa, Draco clavó la mirada en el jovencito nuevo. No era feo, tendría Draco que ser demasiado ciego para no verlo. Era rubio, aunque no tanto como él, y tenía unos chispeantes y enormes ojos azules enmarcando su lindo rostro casi infantil. “Todo un twink y seguramente virgen”, pensó Draco con desesperación. Ni el cabroncete de Potter podría resistir semejante atractivo.

 

Draco apretó la mandíbula y se removió inquietamente en su silla, pensando en salir de ahí. Entonces, le ocurrió algo que jamás en su vida le había pasado: de un nervioso manotazo derribó su taza de café. El líquido oscuro y todavía caliente se derramó por encima del periódico, y cuando las miradas de varias personas estuvieron sobre él, Draco deseó desaparecer.

 

Sobre todo cuando levantó la vista y miró que Potter, con el maldito cigarro colgando descarado entre sus labios, también lo estaba observando, sonriéndole de manera extraña, burlesca, enigmática. Y Draco le correspondió la mirada de manera desafiante, sin dejarse intimidar. Entrecerró los ojos y le dedicó todo el odio que su frustración le permitía otorgarle.

 

“Maldito hijo de puta”, le dijo con la mirada. “A mí no vas a amedrentarme, por más sexy que te sientas y que te traten”. Estaba seguro de que Potter captaría muy bien el mensaje.

 

Podía ser que así fuera, pues el cretino desvió los ojos y continuó con lo suyo. O sea, fumando con desesperada sensualidad y coqueteando abiertamente con el rubio Creevey. Draco bajó la mirada, dándose cuenta apenas hasta ese momento, de que un empleado de la cafetería estaba encargándose del desorden que él había provocado.

 

—¿Se mojó la ropa, señor? —le preguntó el chico, blandiendo hacia él la varita con la que acababa de fregar la mesa y secar el periódico.

 

De manera automática, Draco bajó la mirada hacia su entrepierna en busca de alguna mancha o humedad. Y lo único que descubrió fue un enorme paquete que nada tenía que ver con el café.

 

Abrió mucho los ojos, casi jadeando de la impresión. ¿En qué endemoniado momento se le había puesto dura y él ni cuenta se había dado?

 

Frenético e intentando disimular, negó con la cabeza hacia el empleado.

 

—¿Quiere otro café? —le preguntó el camarero, mirándolo con extrañeza.

 

—No —respondió Draco apretando las piernas, rogando porque ni el camarero ni nadie hubiese visto su erección.

 

—Le traeré su cuenta entonces —dijo el camarero antes de retirarse, dejando a Draco presa de un horror atroz.

 

¿Qué tipo de enfermo pervertido era que se excitaba sólo de ver fumar al pendejete que tenía frente a él?

 

Intentando hacer caso omiso a la urgencia de pasarse una mano para oprimirse la entrepierna, Draco buscó su cartera y sacó el dinero que sabía costaría el café más una buena propina. Después de todo, sabía bien cuánto sería; nunca ordenaba otra cosa. Arrojó las monedas sobre la mesa y se aventuró a echarle una última mirada a Potter, con la esperanza de que el odio que sentía contra él le ayudara a tranquilizar su ánimo.

 

Pero fue un error.

 

Potter lo estaba viendo a él, y continuaba fumando. Draco, al darse cuenta de que Potter lo estaba observando, le correspondió la mirada frunciendo el ceño, tanto, que presintió que tal vez hasta se vería ridículo. Pero no podía evitarlo. Era eso o era mirar a Potter con la boca abierta y la baba escurriéndole, porque, con enorme emoción y sorpresa, Draco se percató de que el show de Potter iba completamente dedicado a él.

 

Potter se sacó el cigarro y sopló hacia un lado, torciendo los labios, lamiéndoselos después, mirando a Draco, arqueando las cejas y volviendo a sumergir la punta del pitillo en su endemoniada boca. Y luego, Potter repitió el proceso, pero en esa ocasión, en vez de relamerse, se mordió los labios, sacando un poco la lengua al final.

 

Draco tuvo que ahogar un gemido. Apretó las piernas aún más.

 

Potter arqueó las cejas y le dedicó una sonrisa torcida, con todo y el cigarro colgando del labio inferior. Entonces tomó aquel instrumento de tortura entre sus dedos y lo retiró, soplando el voluptuoso humo hacia arriba y entrecerrando los ojos como si estuviese en medio de un gran placer.

 

Draco gimoteó.

 

Y no pudo más. Dejando todo atrás y sin importarle si su situación era visible o no, se levantó y salió corriendo de la cafetería, encaminándose a toda prisa al baño más cercano. Cubriéndose con la túnica lo mejor que podía, se metió al primer cubículo –suerte que no había nadie más ahí-, cerró la puerta y se apoyó de espalda contra ella, jadeando con pesadez. Y bajo sus pantalones, una enorme erección avergonzándolo hasta la médula.

 

Después de jadear unos instantes y de decidir que si no hacía algo al respecto, aquella monstruosidad no cedería, se abrió la túnica y, luego, procedió a desabrocharse el pantalón. Su erección estaba tan hinchada que apenas podía tocarse. Maldito Potter hijo de puta, Draco no podía concebir que lograra ponerlo así. “Te odio, te odio, te odio, shhh…” siseaba entre dientes mientras se bajaba los pantalones y su ropa interior de un tirón. Se llevó la mano derecha hasta la boca y se lamió un par de veces antes de usarla para envolver su ansiosa erección con un cálido, húmedo y desesperado apretón.

 

Gimoteó, cerrando los ojos e inclinándose hacia delante. Comenzó a acariciarse frenéticamente, rápidamente, deseando terminar con eso lo más rápido posible, para salir de ahí y olvidar que había ocurrido y jamás, jamás, jamás volver a pararse en la cafetería cuando Potter estuviera ahí…

 

El sonido de la puerta de los baños abriéndose lo interrumpió. Tuvo que ahogar un gemido de frustración cuando se obligó a dejar de masturbarse. Conteniendo la respiración lo mejor que podía hacerlo, aguzó el oído, confiando en que aquel que estaba dentro del baño no demorara mucho en salir.

 

Escuchó pasos hasta los cubículos, y Draco se congeló. Entonces, para la mayor de sus desesperaciones, la puerta se abrió de nuevo. Otra persona había entrado, y también estaba caminando hacia donde estaba Draco.

 

—Hey, Harry —escuchó la voz de Creevey—. ¿Qué estás haciendo?

 

Draco abrió mucho la boca. ¿Potter y Creevey? ¿Qué tipo de broma infernal era ésa? ¡De verdad que alguien allá arriba odiaba a Draco con ganas para jugar con él así!

 

Escuchó la risa sardónica de Potter, y no pudo evitar un escalofrío que recorrió su piel.

 

—¿Qué te imaginas tú que vengo a hacer al baño, Dennis? —contestó Potter con un marcado tono de burla.

 

Y sin esperar respuesta, caminó directo al cubículo donde Draco estaba escondido. Éste casi suelta un grito cuando el cerrojo se liberó y la puerta se abrió, empujándolo hacia adentro y casi haciéndolo caer sobre la taza con todo y los pantalones abiertos.

 

Giró la cabeza hacia atrás para descubrir a Potter, el maldito hijo de puta, con la varita en mano y metiéndose a SU cubículo.

 

—¡¿QUÉ…?! —comenzó a preguntar Draco, pero Potter dio un paso hacia él y le cubrió la boca con una de sus manazas. Agitó la varita y la puerta del cubículo se volvió a cerrar.

 

—Bu-bueno, entonces yo… —tartamudeó Creevey afuera del cubículo, el desconcierto y la decepción claros en su voz—. Te veré después, Harry.

 

Potter no le respondió. Él y Draco estaban parados frente a frente, aquel con una mano sobre la cara de Draco y con la otra sosteniendo la varita. Draco, ardiendo de rabia y vergüenza, con los pantalones abajo y una mano cubriendo su erección. Los dos se quedaron muy quietos hasta que escucharon a Creevey salir y cerrar la puerta del baño tras de sí.

 

Lentamente, Potter se guardó la varita y soltó a Draco. Éste sintió que los instintos asesinos de la guerra volvían con más ganas que antes.

 

—Voy a matarte, Potter —masculló Draco con tanto odio que él mismo se sorprendió.

 

Potter le sonrió.

 

—Claro. Pero que sea después de que yo te dé una mano con esto.

 

Sin decir más, aferró a Draco de los brazos y, de un solo movimiento, los giró a ambos hasta que Draco fue quien tuvo la espalda contra la puerta del cubículo. Potter lo empujó hasta estamparlo con ella, y mientras Draco luchaba por recuperarse del golpe y la sorpresa, Potter eliminó los pocos centímetros que los separaban y lo besó.

 

Abriendo mucho los ojos y tratando de gritar un “¡¿QUÉ JODIDOS TE PASA?!” que más bien fue un ahogado pujido que sonó a algo parecido a un “¡KUF-JODFFO-TT-PAFF!”, Draco se quedó de una sola pieza ante el asalto del moreno, quien lo besó con la misma pasión con la que se fumaba su cigarro del día. Draco trató de resistirse, levantó las manos para empujarlo, pero en el cubículo del baño en realidad no había mucho espacio disponible. Igual, el hijo de puta hizo caso omiso a sus intentos de empujones, sin dejar de besarlo ni soltarlo.

 

—No-no —pudo murmurar Draco a través del beso—, no, Potter… yo no soy como los demás —le aseguró—. Yo… no.

 

Como si Draco hubiese dicho las palabras mágicas, Potter dejó de besarlo y separó sus rostros lo suficiente como para mirarlo a los ojos. Draco se sonrojó ante el intenso escrutinio del que Potter lo hizo objeto.

 

—Yo no soy como los demás —repitió Draco con voz más segura, intentado explicarle con eso que con él no jugaría al seductor, al acostón de un rato y si mañana te vuelvo a ver, ni me acuerdo de ti.

 

—Joder, Malfoy, eso lo sé muy bien —respondió Potter con voz ronca—. ¿Por qué crees que estoy loco por ti, cabrón? —exclamó, dándole un particularmente fuerte apretón a Draco en los brazos—. Nunca nadie… —Se inclinó hacia Draco, y éste lo miró con ojos desorbitados—, se había resistido tanto… —le tocó los labios con los suyos, y Draco jadeó—… Tuve que echar mano de todo, para que… para que me miraras, y no he podido evitar seguirte hasta aquí hoy. Y… descubrir que tú… también…

 

Potter se interrumpió y bajó la mirada brevemente hacia la erección de Draco, y éste sintió el cuerpo arder en llamas, y sabía que era más por la mortificación y la vergüenza de haber sido descubierto masturbándose por su misma fantasía en persona, que por la pasión que éste pudiera despertar en él al estarlo besando.

 

—No es lo que estás pensando —dijo con rapidez, sabiendo que estaba más rojo que una remolacha.

 

Potter lo miró casi indulgentemente y sonrió.

 

—El problema es que no estoy pensandoen nada, Malfoy.

 

Y de nuevo lo besó.

 

A Draco le pasó por la cabeza el resistirse de nuevo, pero, joder, era él, Potter, quien lo estaba besando, quien lo había seguido hasta el baño, quien había rechazado al otro rubito, y que se había colado ahí para estar con él, y bueno… tal vez, no fuera mala idea dejarse llevar un poquito. Draco cerró los ojos, rindiéndose un poco ante el asalto. Potter pareció percibir la manera en que se relajaba, porque comenzó a besarlo con más ímpetu.

 

Y Draco creyó que estaba muerto. Porque, ¿de qué otra manera explicar la oscuridad que cubrió sus ojos, la humedad que empapó su cara, la presión que mantenía su cuerpo quieto, la sensación de que su corazón había dejado de latir?

 

Pero de repente los dientes de Potter estaban mordiendo sus labios, y el agudo pero placentero dolor lo devolvió a la vida si es que en algún momento la había abandonado. La dura punta de la lengua de Potter se abrió paso entre sus maltratados labios, y Draco sólo pudo gemir con desesperación cuando ésta hizo contacto con su propia lengua y el interior de su boca completa.

 

Potter sabía y olía a tabaco, a jugo de calabaza, a huevos fritos con mucha cebolla, pero a Draco ni siquiera le molestó por un momento. Porque muy por encima de todos aquellos mundanos sabores, estaba el propio gusto a Potter, a su saliva, a su calor. Y fue en ese sabor en el que Draco se dejó perder, en la sensación ardiente y mojada de la boca de Potter cubriendo la mitad de su cara en medio de aquel beso brusco y animal, en el doloroso agarre de sus manos sobre sus brazos, en la presión infernal y asfixiante de su cuerpo vestido de muggle machacándolo contra la puerta.

 

Y Draco, con su hinchada erección fuera de la ropa, podía sentir el rugoso género del pantalón de Potter, pero también pudo percibir –cuando Potter se restregó contra él en un delicioso movimiento circular- la enorme dureza que tenía debajo de aquella tela.

 

Draco jadeó tan bien como pudo hacerlo, con la boca de Potter todavía encima de él. Éste volvió a frotarse contra él y entonces, soltó a Draco de los brazos, bajando ambas manos hacia su entrepierna para abrirse el pantalón pero sin dejar de besarlo.

 

Fue un momento de mínima claridad en la que Draco supo que tenía que escapar. Porque él no iba a permitir ser uno más en la lista de conquistas de aquel cabrón, porque él no era plato de segunda, ni de tercera mesa, porque lo que Draco sentía por Potter era mucho más… mucho más que…

 

Cuando sintió la aterciopelada piel de otra erección pegándose a la de él, su cerebro se desconectó por completo. Separó sus labios de los de Potter y movió la cabeza hacia un lado, como negándose a continuar siendo besado, negándose a dejar que Potter descubriese lo mucho que él estaba disfrutando.

 

—Malfoy… —lo llamó el otro, con voz anhelante y suspirante, tal vez sintiéndose desconcertado porque Draco había volteado la cara. —¿Malfoy? —volvió a llamarlo Potter, y Draco sólo lo miró de reojo, conteniendo con todas sus fuerzas sus gemidos, sus jadeos, las ganas que venía acumulando desde hacía tanto tiempo.

 

El sólo recordar con cuántos chicos había estado Potter en ese mismo baño lo enfureció y le dio fuerzas para continuar resistiendo. Porque se dio cuenta de que Potter no lo tomaría en serio, de que él era sólo otro más en su lista de pajas rápidas en un baño. Y aún así, Draco se encargaría de que Potter tuviera muy en claro de que él no era como la mayoría. Él era el mejor. Y a él no le rompería el corazón.

 

Determinado a eso, Draco miró a Potter de frente con ojos furiosos y decididos. Potter detuvo sus caricias sobre los miembros de los dos.

 

—¿Qué…? —comenzó a preguntar éste, pero antes de que pudiera terminar, Draco ya había levantado las manos y, aferrándolo de las mejillas, lo besó con pasión.

 

Potter pareció derretirse en medio de ese beso; gimió bastante audiblemente y, si Draco no lo sostiene, seguro que se cae hasta el piso. Draco llevó su mano derecha hacia las pollas de los dos, la colocó sobre la de Potter y, con un movimiento, le indicó que era hora de proseguir. Dejó de besarlo un segundo para decir:

 

—Ponte a trabajar, Potter, porque jamás volverás a tenerme así.

 

Potter abrió los ojos al escuchar eso, mirando a Draco con gran desconcierto. Pero Draco no le permitió pensar más. Volvió a besarlo, y Potter comenzó a acariciarlos a los dos, cada vez más duro, cada vez más rápido. La humedad del preyaculatorio de ambos fue suficiente para que Potter comenzara un brutal movimiento sobre sus erecciones, frotándolas juntas y oprimiéndolas en sitios deliciosos y precisos, y Draco no pudo más, cerró los ojos fuertemente, la boca de Potter pegada a la suya como lapa, mordiéndolo, chupando, su mano agitando, y Draco explotó.

 

Eyaculó tan duro que sin darse cuenta echó la cabeza hacia atrás y se golpeó con la puerta. Y al momento en que liberaba su descarga en varias y excesivamente placenteras contracciones, Potter continuó acariciándolo, cada vez más suave y pausado, mordiéndolo en los labios.

 

—Malfoy —repitió Potter con el mismo tono de voz esperanzado, necesitado—. Malfoy, Malfoy, Malfoy…

 

Y Draco, decidido a ser el mejor polvo que el hijo de puta sería capaz de tener jamás, se obligó a recuperarse con rapidez. Todavía sin poder respirar con propiedad, abrió los ojos bajó la vista hacia su miembro agotado y al todavía furiosamente erecto de Potter. Éste lo miró con expectación, y gimió quedamente cuando Draco recogió con su mano la mayor cantidad de su propio semen, desperdigado entre las manos y los vientres de los dos.

 

Con su otra mano, tomó a Potter de un brazo e intercambió lugares con él. Lo apoyó contra la puerta y comenzó a acariciarle la polla usando su misma corrida como lubricante, lentamente, empapándola de arriba abajo, usando aquella pegajosa fricción para volverlo demente.

HP by Isobelhawk
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Y en efecto, así era. Potter estaba volviéndose loco, estaba muriéndose. Se apoyó contra la puerta, arqueando el cuerpo y echando las caderas hacia delante. Ofreciéndole una deliciosa vista a Draco, puro sonrojo furioso, pura piel mojada de corrida y sudor, cabellos negros pegados a su cara, a su nuca y su cuello, los labios apretados en un hermoso rictus de placentero dolor.

 

Potter rugió como león cuando se corrió, aferrándose de Draco tan fuerte que lo lastimó. Y luego se quedó así, todo desguanzado contra la puerta, jadeando pesadamente en busca de aliento, pero sin soltar los brazos de Draco, como deseando prolongar el momento.

 

Poco a poco, Potter pareció volver a la realidad, y suspirando profundamente, soltó los brazos de Draco.

 

Abrió los ojos y buscó su mirada, pero Draco no podía verlo a la cara. Ahora que todo había terminado, Draco sentía cernirse sobre él la amenaza del “¿Te veo después?” y saber que ese “después” no llegaría nunca, como hacía Potter con todos y cada uno de los amantes ocasionales que habían tenido la desdichada fortuna de desfilar por su vida.

 

Se dio cuenta de que Potter sacaba su varita y de que los limpiaba a ambos, usando encantamientos sin ni siquiera decir palabra. Draco no pudo evitar sonreír ante la ironía de que, a pesar de ser un mago sumamente poderoso, Potter se había corrido con tremenda rapidez. Parecía que no era perfecto, después de todo. Simplemente, un ser humano más con algo de magia. Común y corriente, y quizá más corriente que común.

 

De repente, Potter se inclinó sobre Draco y comenzó a subirle los calzoncillos, y Draco sólo pudo abrir mucho los ojos. Y antes de que pudiera decir nada, Potter terminó de acomodárselos y, sin decir palabra, de inmediato procedió a hacer lo mismo con sus pantalones.

 

Aquel gesto conmovió a Draco de una manera que no podía explicar. Tragó duramente y levantó la vista.

 

Potter parecía no atreverse a mirarlo a los ojos. Tenía un semblante extraño y un gesto serio, y la vista clavada en los pantalones de Draco. Intentó abrocharlos sin mucho éxito, por lo que Draco le empujó suavemente las manos y él mismo se los cerró. Potter aprovechó el momento para también cerrarse los de él.

 

—Bueno… —dijo Draco, todavía dispuesto a demostrarle a Potter que él no era como los otros chicos y que, saliendo de ahí, jamás en la vida volvería a molestarlo—. Me voy, hay que regresar al trabajo. Al menos que tú seas tan influyente que después de una corrida te den permiso de ir a descansar a tu casa. Lo cual, no sé por qué, pero no me sorprendería.

 

Potter levantó la vista y lo miró fijamente a los ojos. Sus enormes y gruesas cejas estaban curvadas de una manera curiosa, en un gesto que Draco hacía mucho no le veía a Potter en la cara. Como si tuviera pena. Como si estuviera triste. Y sus ojos parecían haber perdido su brillo habitual.

 

Se inclinó hacia Draco y lo besó suavemente en los labios, toda la pasión de unos momentos antes olvidada por completo. Draco se dejó hacer, demasiado sorprendió como para haberlo podido evitarlo. Potter se retiró y lo miró a los ojos por última vez.

 

—Adiós —susurró Potter antes de girarse y abrir la puerta del cubículo—. Siento haber irrumpido así.

 

Y antes de que Draco se diera cuenta, Potter ya había salido a toda velocidad de ahí, desapareciendo rumbo al cuartel de los aurores y dejándolo a él sin mirar atrás.

 

Draco, en cambio, demoró siglos en regresar a su oficina. Y no fue sólo por lo cansado que se sentía. Era, simplemente, porque no tenía ganas de hacerlo. Algo muy parecido a la tristeza se había apoderado de su corazón, y además, se sentía inexplicablemente decepcionado de él mismo.

 

Sabiendo que había cumplido una de sus mejores fantasías con el hijo de puta más sexy de todo el universo, pero sintiéndose mucho más vacio de lo que había estado antes de hacerlo.

 

Y aunque presentía el porqué, no se atrevía ni a reconocerlo.

 

 

 

 

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