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Manual del Perfecto Gay - Fanfiction Harry Potter
Perlita loves Quino's work
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PerlaNegra - Sherlock Slash Fanfiction

Como arena en un instrumento de precisión

Capítulo 1

 

Estaba parado –firme y de brazos cruzados, la rigidez de mi postura que era resultado de tantos años como soldado– en la sala de estar de nuestro apartamento, justo junto a una de las ventanas que daban a Baker Street, observando lo que sucedía en el edificio de enfrente como si mi vida dependiera de ello. Viendo –sin ver– a los obreros de la construcción que se empeñaban afanosamente en reparar los daños ocasionados por la explosión del otro día; arduo trabajo en medio de la llovizna matutina y del frío espectacular. Pero la verdad de las cosas era que yo no estaba pensando en los obreros ni en su trabajo mientras los veía ir y venir por la acera. La verdad era que mi pensamiento estaba en el hombre que –indirectamente– había sido la causa de esa destrucción ahora en restauración.

 

Y hablando del rey de Roma…

 

Escuché que llegaba; pude oírlo abrir la puerta de la calle y subir a grandes zancadas la escalera hasta nuestro piso. Su andar siempre alegre y elegante; veloz y seguro de sí. Podía escucharlo. Podía verlo en mi imaginación. Sentí un dejo de nostalgia que luché por contener y no me moví ni un ápice de mi posición como guarda de la ventana, ignorando al recién llegado.

 

Así fue como Sherlock me encontró: de pie a contraluz, sin expresión, con la mirada perdida, dándole la espalda. No me giré a verlo ni lo saludé a pesar de que lo sentí llegar hasta la sala. Ahí y gracias al murmullo que hacía su ropa al ser retirada, yo pude saber que estaba parado junto a la chimenea. Cerré los ojos y en mi mente lo vi quitarse la bufanda y el abrigo antes de arrojarlos de cualquier manera sobre un sillón.

 

¿Cómo era posible que en apenas dos y pico meses de convivencia ya pudiera yo recrear en mi imaginación cosas tales como su andar o su manera de ponerse cómodo al llegar a casa? ¿Eso era normal?

 

—John —me saludó Sherlock con su voz grave, interrumpiendo mis pensamientos. Abrí los ojos—. Buen día —me dijo.

 

Suspiré y, mi buen Dios, me arrepentí al segundo de haberlo hecho. Rogar que Sherlock no se hubiera dado cuenta de mi suspiro era completamente en vano.

 

—Buen día, Sherlock —respondí con resignación. Pero no me giré para encararlo. Todavía no.

 

Sherlock llegaba de la calle, yo no tenía idea de dónde. Quizá de una de sus tantas búsquedas frenéticas para pillar algún rastro de Moriarty, quien se había desvanecido como neblina después de la explosión en la piscina. Ni siquiera Sherlock ni su red de vagos habían podido encontrarlo a pesar de conocer todos sus datos. Pero yo sólo estaba suponiendo porque no podía saberlo, porque, como siempre, Sherlock hacía lo que le daba la gana sin avisar. Y yo ya me estaba cansando de preguntar.

 

Aquella helada mañana de abril yo me había despertado un poco tarde, todavía un tanto impactado por lo ocurrido un par de días antes, y al bajar a desayunar me percaté de que Sherlock ya no estaba en el apartamento. No dejaba de sorprenderme la manera en que se reponía tan rápido de los acontecimientos, de esos momentos terroríficos en los que se enfrentaba cara a cara con la muerte. No dejaba de sorprenderme porque a pesar de haber estado en batalla, yo sí seguía maravillándome ante el simple hecho de estar ahí de pie en mi sala de estar y no tendido en la morgue de Barts.

 

Pero, seamos sinceros… ¿Qué caso tenía engañarme? Tenía que reconocer –al menos, para mí mismo– que no era el estar vivo lo que me tenía con ese grado de conmoción.

 

—Tienes cinco llamadas perdidas de parte de Harry —escuché que Sherlock me decía. Seguro el muy entrometido estaba revisando el móvil que había dejado sobre el escritorio, y me impresionó no haber tenido energía para pelearle su metedura de nariz—. ¿No crees que ya es hora de que le respondas? Después de todo, lo único que la pobre mujer quiere saber es si sigues con vida, lo cual, técnicamente es un sí, aunque yo diría que… ¿John?

 

Técnicamente con vida.

 

Estaba vivo, sí. ¿Herido? No. Entonces, ¿qué me sucedía?

 

Si continuaba en algo parecido a un estado de shock no era tanto porque nos habíamos salvado de morir por apenas un pelo (y gracias al agua de aquella piscina en la que pudimos arrojarnos para evitar el fuego de la explosión), sino porque… pues porque a partir de esa noche algo había cambiado entre los dos. O hablando con más propiedad (hecho que Sherlock apreciaría en grado sumo), sería más adecuado reconocer que algo había cambiado en mí, en mi manera de pensar… o de sentir.

 

Y esos pensamientos (o sentimientos, qué diablos) eran un caso del que jamás podría yo hablar en mi blog a pesar de que todos a nuestro alrededor parecían intuir la situación aún antes de que ambos nos hubiéramos percatado. El caso de nuestra relación. De esa extraña relación que existía entre los dos.

 

Entre Sherlock y yo.

 

Técnicamente Moriarty había demostrado que el frío y calculador Sherlock Holmes también tenía un corazón. Que no sólo era una computadora con patas. Que tenía sentimientos por más que él se negara a reconocerlo.

 

Y yo no seré ni la mitad de inteligente ni perspicaz que ellos dos, pero, por todos los demonios, que la Tierra me tragara si no había comprendido perfectamente lo que el bandido de Moriarty había querido decir al amenazar a Sherlock de aquel modo.

 

Había insinuado que Sherlock realmente se preocupaba por mí y por mi integridad.

 

¿Y eso, qué significaba…?

 

Sherlock caminó pausadamente hasta pararse a mi lado y miró inquisitivamente por la ventana, como intentando averiguar qué veía yo con tanto interés.

 

Yo torcí el gesto y me empeñé en no verlo a los ojos. No podía arriesgarme a que leyera en los míos los rumbos de mis obsesivos pensamientos. De mis tortuosas ideas y conclusiones. Volví a suspirar antes de poderlo evitar (¡maldita sea mi debilidad!) y casi pude patearme a mí mismo por eso.

 

Lo escuché soltar un jadeo de asombro. De reojo pude ver que levantaba las manos hasta la cara y juntaba las yemas de sus dedos en ese gesto cadencioso y revelador que indicaba que estaba analizando algo. Me giré a verlo con rapidez pasmosa, intentando ocultar mi nerviosismo. ¿No estaría dándose cuenta de que yo…?

 

—Mi querido doctor —dijo él con lentitud y en voz baja, mirándome con sus penetrantes ojos azules, haciendo eso que él hacía mejor y que era meterse hasta el último recodo de mi mente y de mi ser—. Pero, ¿cómo no lo vi venir antes? —agregó con delicia, sonriendo de oreja a oreja y poniéndome terriblemente nervioso—. ¡Era tan obvio, tan natural, tan… tan Watson!

 

—¿De qué demonios estás hablando? —le espeté, moviéndome un poco hacia atrás y topándome de espalda contra la estantería repleta de sus libros de criminología.

 

Sherlock suspiró con pesadez, de esa manera que hacía cuando daba algo por sentado y creía que todo el mundo debería verlo igual que él. Bajó las manos y las zambutió en los bolsillos de esa chaqueta azul que le sentaba tan bien.

 

—Bueno, es tan elemental. Debí haberlo visto venir y, tonto de mí, me habría ahorrado la molestia de tener que buscar un nuevo compañero de apartamento. Porque, ¿te irás, cierto? Lo más pronto posible, puedo suponer.

 

Yo estaba seguro de que si ha existido una ocasión en mi vida en la que me había puesto lívido del miedo y en la que me había deseado realmente estar muerto, ha sido en esa y nada más.

 

Sherlock lo sabía. Sherlock lo había averiguado. Pero, ¿cómo no habría podido hacerlo, teniendo esa habilidad endemoniada de saber cosas de mí que a veces yo mismo ignoraba?

 

Ahora… ahora tendría que irme del 221B de Baker Street. Porque él me estaba corriendo. Caballerosamente y todo, vale, pero me estaba echando al fin y al cabo, y con justa razón creía yo, porque eso que yo sentía por él era… era tan…

 

Técnicamente inaceptable, John.

 

—¿Tú quieres que me vaya? —solté antes de poder evitarlo. Él me miró con extrañeza, entrecerrando sus ojos como si algo no encajara del todo en el mapa mental que se había formado de la situación.

 

—¿Acaso habías pensado en traerla a vivir aquí? —me preguntó Sherlock a su vez con voz suspicaz. Yo abrí mucho la boca. ¿A traerla? ¿Acaso Sherlock se refería a una mujer?— Me pareció mucho más lógico pensar que compartirían ese bonito apartamento que ella tiene y del cual ya eres visitante asiduo, John.

 

—Espera un momento, Sherlock —le pedí, dando un paso hacia él y envalentonándome al darme cuenta que él creía que yo estaba pensando en irme a vivir con Sarah. Eso quería decir que en realidad no había averiguado la verdad como yo había temido. ¡Vaya con el detective de cuarta! Lástima que esa vez no podía yo echarle su error en cara—. ¿Por qué estás deduciendo que yo quiero irme a vivir con Sarah? Si ni siquiera he… —me callé. No iba a decirle que ni siquiera me había acostado con ella, por favor. Tal vez yo era menos inteligente que él, pero por Dios, no era así de estúpido.

 

Sherlock ladeó la cabeza hacia un lado sin dejar de observarme.

 

—Pero estás enamorado, John —sentenció, tan seguro de ello que me provocó un escalofrío—. Es más que evidente, así que no trates de negarlo. Y como te decía antes —añadió al tiempo que comenzaba a caminar por el salón, haciéndome sentir más tranquilo al no tener su mirada fija en mí—, yo fui demasiado descuidado al no verlo venir. Tu edad, tu soltería, tu soledad. Esa molesta tendencia tuya a seguir las normas y las buenas costumbres, y sobre todo, tu flagrante heterosexualidad —dijo, arrugando un poco la cara en un gesto de asco y yo me giré hacia otro lado para no verlo a los ojos.

 

Si supieras, Sherlock. Si supieras…

 

—Recién devuelto a la vida civil, después de haber enfrentado la muerte en el despiadado campo de batalla —continuó él enumerando sus supuestas razones por las cuales yo tendría que estar enamorado—. Las ganas y la necesidad de tener una vida normal. ¡Era elemental! En cuanto te toparas de frente con una fémina regularmente compatible, te enamorarías sin poderlo evitar.

 

—¡Yo no estoy enamorado! ¡Ni de una fémina regularmente compatible ni de nadie! —negué con fervor, realmente temeroso de que si Sherlock en verdad se ponía a atar cabos, se daría cuenta de que no era de Sarah de quien yo debía sentirme así—. ¡No sé de dónde sacas tamaña tontería!

 

—Por favor, doctor Watson, negar lo evidente, eso sí que es una tontería —dijo él con voz calma mientras comenzaba a desabotonarse la chaqueta. Afuera, la llovizna había cesado y el clima comenzaba a entibiar. O tal vez era sólo yo y mi termostato interno, y resultaba que esa repentina calidez era sólo producto de mi nerviosismo y agitación—. Aparte de la lista de evidencias que te he recitado ya, está este típico y trillado momento romanticón en el que te he encontrado, John, être fleur bleue —dijo con enorme desprecio, haciéndome sentir humillado, haciéndome enfurecer— de todo varón embelesado por su dama, mirando por la ventana hacia la nada, soñando despierto con el día que al fin podrá desposarla, que podrá llevarla de blanco hasta el altar y todo… ¡todo para terminar igual a toda la gente sin cerebro, sin aspiraciones mayores, ils vécurent heureux et eurent beaucoup d'enfants! —finalizó casi a gritos, jadeando como si hubiese pegado una carrera, más agitado que un momento antes cuando había subido trotando las escaleras hasta el salón, tan furioso como si el creer que yo estaba enamorado de Sarah fuera una afrenta personal.

 

—¿Qué problema tienes tú con el amor? —le pregunté sin poderme contener, enojado por sus palabras mordaces y por su burla a un sentimiento que yo siempre había considerado un tanto sagrado e intocable, y el cual, ciertamente, al igual que Sherlock, había creído que jamás experimentaría en toda mi vida. No cuando parecía a punto de morir a cada momento, primero en Afganistán, y ahora ahí, en pleno Londres.

 

Sin embargo y a pesar de todo pronóstico…

 

Técnicamente, eso podría ser considerado amor.

 

—¿Que qué problema tengo con el amor? —soltó Sherlock ante mi pregunta, sonriendo con sorna y recalcando despectivamente la pobre y maltratada palabra. Resopló con incredulidad y arrojó su elegante chaqueta azul sobre el sofá. Meneó la cabeza en un gesto negativo mientras se desabrochaba los puños de la camisa y los doblaba con furia—. El problema que yo tengo con el amor, si lo quieres llamar de ese modo, es el mismo que tengo con cualquier otro sentimiento de ésos que dominan la mente de los hombres, John —dijo con voz grave, acercándose a mí y mirándome directamente a los ojos, como si me estuviera poniendo sobre aviso acerca del mal más terrible que asolaba a la humanidad y no quisiera dejar dudas al respecto—. ¿No has aprendido nada durante todo este tiempo que has estado junto a mí? ¿No has vislumbrado que el amor, la pasión, el cariño, la amistad y cualquiera de esos sentimientos que nos ocasionan apego a otras personas, a mí me resultan francamente abominables y del todo despreciables?

 

Abrí mucho la boca. Abominable. Vaya que era una palabra fuerte para describir algo que se supone hacía feliz a la gente, ¿no?

 

—Sí, John. Abominable —continuó Sherlock, leyéndome la pregunta en la mirada como siempre—. Para una inteligencia fría y precisa, pero admirablemente equilibrada como la mía, cualquier sentimiento que coarta tu libertad de pensar y de actuar, es abominable. Como el peor de los dictadores, como el más cruel de los amos. Sencillamente, despreciable —concluyó en voz baja y mirándome como si me retara a contradecirlo.

 

Por supuesto que lo iba a hacer.

 

—¿Inteligencia admirablemente equilibrada? —me burlé, cruzándome de brazos y fingiendo una sonrisa de ironía—. Lo único que tú tienes equilibrado es tu manera de controlar a los demás, Sherlock Holmes —le recriminé con más amargura de la que quería—. Eres… tú eres como un robot —le dije, apuntándole con un dedo casi de manera infantil—. ¡Eso es lo que eres! Como una máquina, como una calculadora, ¡como un computador! ¡Muy eficiente para observar y razonar, sí, pero temeroso de abrir su corazón porque en esa materia eres un perfecto ignorante! ¿Sabes lo que creo? —le pregunté y él abrió mucho los ojos, aparentemente divertido por mi reacción—. Creo que evitas enamorarte simplemente porque no quieres pasar la vergüenza de ser un ignorante. Porque si tú te enamoraras… ¡apuesto mi vida que no sabrías qué hacer! ¡Es más, apuesto mi pensión de un mes a que eres virgen y jamás has estado con ninguna mujer!

 

Casi en cuanto las palabras dejaron mi boca, me arrepentí de haberlas dicho. ¿No había ido demasiado lejos? ¿No era cruel burlarme de eso? Sin embargo, Sherlock abrió la boca tan cómicamente que si yo no hubiera estado tan molesto, me habría reído de buena gana y de inmediato deseché cualquier sentimiento de culpa.

 

Lentamente Sherlock cerró la boca y enrojeció. Yo lo miré impactado. En esos dos meses viviendo con él había visto demasiadas cosas, pero jamás, jamás, había sido testigo de que a ese estoico cabeza de chorlito se le subieran los colores al rostro. De hecho, yo había estado casi convencido de que Sherlock era físicamente incapaz de sentir vergüenza o algo similar.

 

—Yo… —comenzó, a leguas intentado dominar su sonrojo—… yo ya te había dicho que me considero casado con mi profesión y que… que las mujeres no eran mi área.

 

Oh. Oh.

 

Ahora fue a mí a quien le tocó enrojecer. Y no supe qué responder. Pero lo que sí sabía era que no iba a preguntarle (primero muerto, por Dios) si había estado ya alguna vez con… con… con otro alguien. No, por mí podía llevarse semejante información a la tumba.

 

Un muy incómodo silencio se alargó entre los dos. Mirándonos a la cara, parecía que ninguno de los dos sabía qué más decir.

 

—Sin embargo —empezó Sherlock, haciéndome suspirar de alivio al librarme de ser yo quien dijera la primera palabra después de semejante confesión—, para mí, como el observador innato que soy, el amor y todas esas emociones fuertes y extremas me son de suma utilidad a la hora de desentrañar los misterios. Siempre y cuando no sea yo quien los esté experimentando, sino mi sujeto de investigación. —Ante mi cara de estupefacción, continuó explicándome—: Es elemental, John. Descubriendo o analizando esos sentimientos en los sospechosos es como me ayudo a levantar el velo que cubre sus motivos y sus actos. Como el taxista del Estudio en Rosa, ¿recuerdas?

 

Asentí de mala gana. ¿Cómo no recordarlo si yo mismo disparé la bala que le quitó la vida?

 

—Ah, pues su gran motivador era el amor, John. ¿Qué tal te suena eso? Él iba por ahí, recogiendo transeúntes inocentes y obligándolos a ingerir veneno no porque los odiara, o porque estuviese muy amargado por sufrir una enfermedad terminal, sino porque sentía amor. ¡Amor! ¿Te das cuenta, John? ¡LO HIZO POR AMOR! El pobre infeliz amaba tanto a sus hijos que no podía morirse en paz como Dios manda, dejándolos a su suerte sin nada. Asesinó por amor. ¿Fue algo noble? No lo sé, pero lo que sí sé es que esos asesinatos no se habrían llevado a cabo jamás si nuestro querido taxista no hubiese experimentado el noble y distinguido amor paternal.

 

De nuevo comencé a enojarme.

 

—Si él optó por matar por dinero, no fue por amor, Sherlock. Lo hizo porque no tenía nada de moralidad. Porque, como tú, era demasiado inteligente para su propio bien y…

 

—¡Pamplinas! —me interrumpió a gritos—. Ese cariño por sus hijos fue como un amo inclemente que le ordenó qué hacer, cómo actuar. Una droga que no te permite pensar y tomar las decisiones correctas en los momentos adecuados. Y yo, al darme cuenta, sólo tuve que hacer los comentarios necesarios. Todas las personas caen. Todas las personas que aman tienen esa debilidad.

 

—Oh, ya veo. —Me reí con amargura—. Le hablas a la gente de sus seres queridos sólo para picarlas, ¿no? Como dar choques eléctricos a un ratón de laboratorio para analizar su reacción.

 

Para mi estupor, Sherlock abrió mucho los ojos y sonrió, como si le alegrara de que al fin yo lo comprendiera.

 

—¡Exacto! Siempre sirven de señuelos. Los sentimientos, grandes desgracias para el hombre, su azote y enfermedad. Vanidad, celos, orgullo… ¡Amor! Todos, todos ellos monstruos del mal liberados por nuestra querida Pandora. Quien por cierto, John… era mujer —concluyó en un susurro, sonriendo y mirándome fijamente a los ojos.

 

Bufé, sintiéndome cada vez más derrotado y, lo peor, dolido. Y yo, creyendo por un momento que Moriarty había tenido razón.

 

—Ya. No te gastes más, Sherlock. He comprendido bien tu punto de vista y tu opinión.

 

Caminé sin pizca de gracia rumbo a la puerta decidido a encerrarme lo que restaba del día en mi habitación. Pero al pasar junto a Sherlock, éste me aferró de un brazo y me detuvo en el acto. Me giró hasta obligarme a verlo a la cara.

 

—No me malinterpretes, John —me dijo, y que un rayo me partiera si eso que vi en sus ojos no era algo que parecía… ¿desesperación?— Tienes que comprender que yo no puedo darme el lujo de… de sentir ninguna emoción de ese talante, ¿no entiendes por qué?

 

Lo miré a los ojos por lo que parecieron ser minutos completos. En realidad, sí sabía por qué. No comprendía el cómo, pero sabía el porqué.

 

Asentí con tristeza.

 

—El único detective consultor del mundo es una máquina de observación que no puede enamorarse porque eso la entorpecería —le dije sin pizca de burla, con sinceridad—. Te obnubilaría el cerebro cuando lo que necesitas es pensar con claridad y rapidez, sin interferencias de ningún tipo. Sin sentir pena ni lástima por la gente. Sin pretender ser un héroe, sino solamente desentrañar los misterios que captan tu atención porque… porque de otra manera, pondrías en riesgo tu vida.

 

Sherlock sonrió tanto que parecía que le habían asignado el mejor caso de su vida.

 

—Lo has comprendido —me dijo—. Con palabras y comparaciones mucho más vulgares que las que yo hubiera empleado para explicarlo, pero técnicamente, así es. El amor es más que un intruso, es un factor de distracción capaz de ensombrecer los resultados del pensamiento lógico. No es algo que ni tú ni yo, hombres de temperamentos delicados y bien ajustados, necesitemos en nuestra vida si queremos estar lo suficientemente lúcidos como para atrapar a psicópatas de la talla de Moriarty. El amor, querido amigo, resulta tan dañino y perturbador en la mente del hombre inteligente como lo sería un grano de arena en un instrumento de precisión. Por lo tanto, laisse tomber, mon pote —finalizó Sherlock, tomándome del otro brazo con su mano libre y sacudiéndome un poco como deseando hacerme entrar en razón con esa simple acción.

 

—Lo que digas, Sherlock —accedí ya sin mirarlo a los ojos.

 

No podía.

 

Sacudí el cuerpo con un brusco movimiento para liberarme de su agarre, ansioso como estaba por salir de ahí. Para técnicamente liberarme de él, y no sólo del fuerte afiance de esos largos dedos de violinista sobre mis brazos, contacto que me quemaba como acero candente. Dedos cuyas notas arrancadas de las sollozantes cuerdas eran ya parte integral de mí y de mi triste y solitaria vida.

 

Me largué de la sala sabiendo que lo que Sherlock me había dado jamás lo encontraría en ningún otro lado. Ni siquiera con Sarah ni con ninguna otra mujer.

 


 

Y como si esa conversación hubiera sido la sacudida que mi cerebro justo estaba necesitando, a partir de ese día me despabilé. Dejé de pensar en el asunto, lo sepulté lo mejor que pude en ese rincón de la mente donde se guarda lo indeseable, y traté de comprender mejor las palabras de mi compañero de habitación que a veces solía decirle a la gente que ambos éramos colegas.

 

Tal vez en el fondo Sherlock tenía razón. Porque, ahora que lo pensaba, ¿qué estupidez había sido la mía cuando había abrazado a Moriarty con mi cuerpo cubierto de explosivos para permitirle escapar a Sherlock aun a costa de mi propia vida?

 

Me enrojecía al recordarlo, y más cuando era Sherlock quien se encargaba de burlarse de mí al sacar a colación mi "momento de heroísmo sin parangón" delante de quien se dejara.

 

Debilidad. Un amo que da órdenes absurdas. Un tirano que no tiene piedad.

 

Eso era lo que el sentimiento que yo experimentaba por Sherlock representaba para mí. Un sentimiento que no tenía nombre y que yo me empeñaba en llamarlo con apelativos indefensos como "amistad" o "cariño". "Agradecimiento", quizá. Pero por Dios, fuese lo que fuese, tenía que acabar antes de que el hombre se diera cuenta.

 

O antes de que yo mismo terminara por aceptar lo inevitable. Antes de que razonara el porqué de mi acaloramiento y bochorno cuando llegué a mirar a Sherlock saliendo de la ducha sin su ropa y sólo con una toalla envolviendo su esbelta cintura. La reacción insólita de mi corazón –el cual latía apresurado- cuando Sherlock, por la razón que fuera, me tocaba alguna parte de mi cuerpo. Cuando sentía su cercanía, su calor, su aliento. El recordar su confesión acerca de que "las mujeres no eran su área" no me hacía sentir nada mejor. ¿Él era gay? Pudiera ser. Pero, ¿de qué servía si no quería ninguna relación, ningún contratiempo que lo distrajera?

 

Y, ¿por qué yo estaba siquiera pensando en eso si yo no era homosexual?

 

¿O lo era? Dios bendito, ¿cómo podía siquiera dudarlo si el simple hecho de verlo en cueros me hacía estremecer?

 

Esa era una situación de lo más incómoda que mi hermana Harry no hacía más que empeorar. Una tarde que nos había visitado en el apartamento no había hecho más que codearme todo el tiempo, preguntándome en secreto cuando pensaba salir del armario y presentar al "apuesto y elegante flaco" –como le había dado por llamar a Sherlock- como mi pareja formal. Yo me la había pasado rezando para que Sherlock no escuchara sus tontos comentarios y me juré no volverla a invitar jamás.

 

Eso tenía que acabar antes de que él se diera cuenta o de que yo cometiera la locura más grande de mi vida. Y mira que después de haber invadido Afganistán y de vivir con Sherlock Holmes, eso ya era mucho decir.

 


 

Afortunadamente para mí, Sherlock siempre parecía demasiado absorto en otras cosas como para percatarse de nada. Especialmente porque seguía pensando que yo estaba enamoriscado de Sarah, a quien yo continuaba visitando con frecuencia en su casa o a quien invitaba regularmente a salir. Pero entre ella y yo no había nada más que una amistad por conveniencia; de ese tipo de relaciones que un par de personas solitarias entablan porque no tienen con quién más. No sé si el talento indiscutible de Sherlock para observar y deducir las cosas le habría informado ya que entre Sarah y yo no existía una "relación" propiamente dicha (sexual, vaya), porque jamás me decía nada. Sólo gruñía y evitaba mi mirada cuando yo salía a visitar a mi amiga. Y al volver, demoraba horas en volverme a dirigir la palabra.

 

Una excepción a lo anterior sucedió una tarde de mayo que llegué a nuestro apartamento después de haber ido al cine con Sarah y me encontré a Sherlock hablando con un cliente en la sala. Noté a mi amigo en extremo entusiasmado, y me llamó la atención que me invitara cordialmente a sentarme con ellos y escuchar la historia del visitante.

 

Sorprendido de manera agradable y con ganas de un caso nuevo que nos librara de la rutina, me senté en un sofá a acompañarlos. El hombre, un joven de veintitantos, alto, delgado y con el cabello de un furioso y llamativo color rojo, se sonrojó ante mí durante un momento antes de comenzar con su relato.

 

—Mi nombre es Ron Weasley —me dijo, rascándose un poco la larga nariz—. Y bueno, la verdad de las cosas es que el asunto que me trae ante ustedes para pedirles ayuda es bastante vergonzoso. De cierta manera tengo el presentimiento que me han timado, o que me han jugado una extraña broma que no alcanzo a descubrir cuál es, pero que temo que me traiga consecuencias más graves y que mi prometida se entere y… —hizo una pausa mientras tragaba saliva—. Ustedes no la conocen. Es capaz de matarme si se da cuenta de lo que ha pasado.

 

Sherlock, con las manos frente a la cara, yemas contra yemas, le sonrió al joven y lo alentó a proseguir.

 

—Por favor, señor Weasley. Sea usted tan amable de contarle a mi colega toda su aventura con esta Liga de Pelirrojos por la que fue contactado. Estoy seguro que encontrará el asunto tan fascinante como yo mismo… —Me miró de reojo antes de murmurar entre dientes, tan bajito que estoy seguro que el joven visitante no escuchó—: Y que lo librará al menos un tiempo de indeseables compañías femeninas.

 

Ignorándolo completamente, le sonreí al pelirrojo y el chico comenzó a narrar la insólita historia que había vivido y que aparentemente había sido sólo una elaborada broma. Pero nada en esta vida ocurría sin un motivo, así que la pregunta era: ¿por qué? Pregunta que Sherlock estaba más que dispuesto a responder.

 

Eventualmente y después de ponernos a todos en riesgo, como era natural en él.

 

Lo que Sherlock jamás se hubiera podido imaginar era que esa aventura (palabra que él odiaba que yo usara para referirme a sus casos) desmantelaría mucho más que un astuto plan para robar un banco. De haberlo adivinado, estoy seguro de que habría sacado a aquel pelirrojo de nuestro apartamento en el acto sin tomar su caso.

 

Ahora me alegra mucho de que no haya sido así.

 

 

 

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