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Manual del Perfecto Gay - Fanfiction Harry Potter
Perlita loves Quino's work
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PerlaNegra - Sherlock Slash Fanfiction

Como arena en un instrumento de precisión

Capítulo 2

 

—Bueno, todo comenzó cuando mis dos empleados me mostraron la página web de la llamada "Liga de los Pelirrojos" —empezó su relato el joven Weasley mientras se apoltronaba en el sofá—. Yo jamás habría caído en cuenta de que existía semejante organización porque no soy muy amante de la tecnología moderna y las computadoras me dan un poco de comezón, pero mis nuevos empleados son muy duchos en el uso de la internet y ellos fueron los que la descubrieron en línea. Esta cosa, la Liga de los Peli-pelirrojos —tartamudeó el muchacho, visiblemente avergonzado por la absurdez de su historia— alardea con ser un tipo de club privado cuya única finalidad es preocuparse por el bienestar de los pelirrojos, ya que, según ellos, están en vías de extinción.

 

Tuve que morderme los labios para conseguir contener la risa ante semejante panorama, pero Sherlock, quien parecía tomarse todo lo raro en serio, se levantó, grácil y rápidamente, y cogió su computadora portátil del escritorio.

 

—¿La dirección web de la página, es…?

 

—Laligadelospelirrojos punto com punto uk —respondió Ron Weasley—, pero me temo que ya no encontrará nada. Parecen haber borrado la página: toda su información y la extraña convocatoria que yo vi ahí aquel día simplemente han desaparecido.

 

Y en efecto, tal como lo nos había prevenido Weasley, en aquella web no había nada. El único contenido, muy visible al contrastar con un fondo totalmente en negro, era una ventana con las palabras "La Liga de los Pelirrojos ha quedado disuelta". Y eso era todo. Ningún botón más donde dar clic, ningún correo electrónico a dónde poderse dirigir. Nada.

 

Sherlock me mostró aquello y arqueó una ceja.

 

—Igual eso no es problema. Se puede rastrear el contenido anterior con la memoria caché —me dijo bastante despreocupado. Luego, se dirigió al pelirrojo—: Aunque eso no es lo importante en este preciso momento y dudo que lo sea después. Cuéntenos, señor Weasley, la convocatoria que usted leyó aquí, ¿qué decía…? —lo cuestionó Sherlock.

 

—Decía que debido a la escases de pelirrojos auténticos, se abría un concurso para ganar una beca patrocinada por la liga; una fabulosa oferta que prometía una asignación mensual, cursos para mejorar tu economía y viajes por todo el mundo. Los únicos requisitos eran ser un pelirrojo auténtico y estar en edad para contraer matrimonio y procrear. —Weasley soltó un resoplido que intentó ser una risa sarcástica—. Sé que suena estúpido, yo mismo lo creí en el momento. Estaba seguro de que era un fraude o un tipo de broma, pero mis empleados me insistieron tanto que debía aprovechar semejante oferta, que llegué a la conclusión de que no tenía nada qué perder y terminé mandando una foto mía y llenando la solicitud.

 

—Estos empleados suyos —cuestionó Sherlock juntando las puntas de sus dedos—. Hábleme un poco de ellos, por favor.

 

El pelirrojo volvió a rascarse la nariz.

 

—Bueno, no tienen mucho tiempo conmigo. Son dos tíos, casi de mi misma edad. Sus nombres son Vincent Crabbe y Greg Goyle. Solteros, un poco torpes, pero bastante entusiastas y trabajadores

 

—¿Hace cuánto tiempo que laboran con usted? —pregunté yo al notar que Sherlock se quedaba como ido, seguramente intentando deducir algo de todo eso.

 

—Desde hace un par de meses. Desde que mis hermanos, que también son mis socios, decidieron viajar por el mundo dejándome a mí solo a cargo de nuestro negocio. Entre los tres montamos una pequeña empresa dedicada a la fabricación de juguetes, juegos y artículos de broma. Rentamos un edificio en el Soho desde hace varios años, y nos va bastante bien —explicó con orgullo—. La tienda está al frente, y dentro del inmueble tenemos nuestra pequeña fábrica. Al irse George y Fred, me vi obligado a contratar más personal. Puse el anuncio y llegaron Vincent y Greg. Al principio no me daba buena espina contratar a dos tíos que ya eran amigos previamente, pero me suplicaron tanto por el trabajo que terminé aceptando. Además, me ofrecieron cobrar solamente la mitad de lo que yo ofrecía originalmente por el puesto, y eso fue algo que no pude rechazar.

 

—Claro —respondí yo—. Es comprensible.

 

—¿Cobran sólo la mitad? —preguntó Sherlock con suspicacia, despertando de su letargo.

 

—Sí, lo que es un gran ahorro para mí, no sabe usted. Puedo tener dos empleados al precio de uno.

 

—Me imagino —dijo Sherlock muy sonriente, y yo supe que su mente ya tenía respuestas a aquella loca situación. Yo, en cambio, no entendía nada. El hombre era un puto genio y vaya que yo estaba orgulloso de él, sólo que jamás de mi boca lo escucharía—. Continúe el relato, señor Weasley, por favor. ¿Qué sucedió cuando mandó su foto y su solicitud a la página web de la Liga?

 

—Me respondieron al siguiente día, asegurándome que yo era el ganador absoluto de la beca por ser el pelirrojo más auténtico que la había solicitado. También me informaron que el primer beneficio sería la posibilidad de tomar un crucero por el Mediterráneo para asistir a un curso impartido a bordo donde, se suponía, iba yo a aprender sobre negocios y administración.

 

—¿Se suponía?

 

—Pues sí, se suponía. Porque jamás pude tomar el cacareado curso.

 

—¿Por qué?

 

—Bueno, porque jamás se llevó a cabo.

 

Sherlock asintió como si ya hubiera presentido esa respuesta.

 

—Pero no nos adelantemos, señor Weasley. Continúe contándonos del viaje, por favor.

 

—Bueno, para empezar —prosiguió Weasley—, yo no creí en semejante locura (es que, ¿quién va por ahí regalando viajes en crucero nada más por el color de pelo de uno?). Pero cuando me llegaron a mi domicilio dos boletos de avión y dos para un crucero, y comprobé que eran auténticos, tuve que creerlo. Le dije a mi prometida que me los había ganado en una rifa, y así la convencí de volar a Barcelona para poder embarcamos.

 

—Pero, ¿y el curso? ¿Por qué no se llevó a cabo? —pregunté yo, cada vez más extrañado por lo raro de la situación y sin entender ni papa de nada.

 

—Porque al subir yo al barco y llegada la hora programada, pregunté por el susodicho curso y la tripulación entera no sabía de qué estaba yo hablando. Dijeron desconocer de qué se trataba, que no tenían ninguna conferencia o curso o clase programada en todo el viaje. Se rieron de mí cuando les dije el nombre de la Liga —dijo Weasley, enojándose como si lo viviera de nuevo—. Entonces pensé que tal vez la Liga había cometido algún error y me dediqué a disfrutar de esos diez días de asueto junto con mi novia. —El pelirrojo sonrió de oreja a oreja—. No es que me esté quejando de esas vacaciones, he de confesar. Yo jamás podría habérmelas costeado. Porque además, la Liga me había mandado junto con los boletos un cheque enorme para cubrir todos mis gastos. Dejando a un lado que nunca pude tomar el curso ni que jamás vi a bordo a nadie perteneciente a la mentada Liga, el viaje fue bastante agradable y provechoso.

 

A esas alturas del relato, yo ya estaba con un montón de interrogantes. Todo ese asunto de dar dinero a la gente para tomar cruceros por el Mediterráneo sin nada a cambio era a la mar de extraño. Tendría que haber algún truco oculto detrás de aquello.

 

—Mientras estuvo a bordo, ¿no se le ocurrió llamar a nadie de la Liga o contactarlos por su página web para preguntar qué había ocurrido? —preguntó Sherlock.

 

—Lo hice —afirmó el pelirrojo—. Les mandé un mensaje y me respondieron diciéndome que habían cometido un error y que me habían mandado boletos para el crucero equivocado. Me suplicaron que disfrutara del viaje y que a mi regreso se programaría una nueva fecha para ese mismo curso. Incluso me pidieron mi cuenta bancaria para hacerme un depósito que, según ellos, compensaría las molestias causadas por el error.

 

—Qué despilfarro tan grande de dinero —masculló Sherlock frotándose la barbilla—. Pero claro, si lo veían como una inversión, no resulta del todo malempleado.

 

—¿Qué sucedió al regresar usted a Londres? —le pregunté yo al pelirrojo con genuina curiosidad.

 

—Bueno, pues que intenté contactar de nuevo con esta gente, y fue cuando descubrí que su página ya no existía. Que lo único que quedaba era ese ridículo aviso que usted ha ya mirado. Dejaron de responder a mis mensajes y claro, dejaron de enviarme dinero y boletos para cruceros —dijo el muchacho con auténtica tristeza.

 

Sherlock y yo intercambiamos una mirada. Él se veía muy divertido con todo aquello. Yo, me sentía un tanto incrédulo. ¿Qué podía tener aquel caso de extraordinario aparte de tratarse de unos locos organizando sociedades absurdas que regalaban dinero de la manera más estúpida?

 

—Señor Weasley —lo llamó Sherlock, girándose de nuevo hacia él—, dígame qué es exactamente lo que lo ha traído a mí. Desde mi punto de vista, no encuentro ningún agravio o perjuicio a su persona. Esta Liga, si es que en verdad existe o existió, sólo lo llevó de vacaciones de manera gratuita. No veo ningún problema en eso. Claro —agregó, arqueando una ceja—, al menos que al regresar a Londres se hubiese usted encontrado con su negocio desmantelado y con sus empleados desaparecidos. Lo cual, según sé, no fue lo que ocurrió, ¿cierto?

 

El joven negó con la cabeza.

 

—¿Qué sucedió con su tienda esos diez días que usted estuvo fuera? —le pregunté yo—. ¿La cerró?

 

—No —respondió—. Dejé a mis empleados a cargo. Supongo que fue una buena decisión: al regresar encontré todo tal como lo había dejado. Las cuentas están todas correctas… ya las he revisado yo mismo. —Hizo una breve pausa antes de comenzar a hablar con rapidez—. El problema es que tengo miedo de haber caído en alguna trampa, aunque no alcanzo a descubrir de qué tipo sería. No firmé nada ni me comprometí a nada. Lo único que hice fue mandar aquella solicitud. Pero aun así tengo miedo de que resulte que me he metido en un lío por haber aceptado ese viaje y ese dinero. Si mi novia se entera de lo que he hecho, ¡me matará! Por eso quiero saber exactamente qué es lo que ha pasado con esta Liga. Quiero asegurarme de que es, o fue real, y que todo ha estado dentro de lo legal. Porque si sólo se trató de una broma, les ha salido endiabladamente costosa a los chistositos. Ni siquiera mis hermanos harían un gasto así sólo para reírse en mi cara.

 

Sherlock se quedó pensando durante un momento antes de preguntar:

 

—¿Está usted completamente seguro de que todo en su negocio está tal como lo dejó?

 

Ron Weasley lo pensó unos segundos antes de hablar de nuevo.

 

—Bueno, lo único fuera de lo habitual fue una cantidad exagerada de polvo en la trastienda donde almacenamos la mercancía, pero nada que no se haya podido solucionar. Seguro los flojos de Greg y Vincent jamás hicieron la limpieza durante esos días.

 

Justo al decir eso, la cara de Sherlock se iluminó con una gran sonrisa de satisfacción. Me miró de repente y yo, que había estado al pendiente de sus reacciones y de sus gestos, me removí incómodo en mi asiento al pensar que se daría cuenta de que yo había estado mirándolo insistentemente.

 

—John, tengo que hacer una visita a la fábrica de este buen hombre —me informó. Pareció pensarlo un poco antes de preguntar—: ¿Te gustaría acompañarme? ¿O tienes algún plan de fiel enamorado para esta noche?

 

Fruncí los labios en una mueca de enojo, pero, al mismo tiempo, sintiéndome estúpidamente contento y orgulloso de que estuviera pidiéndome acompañarle.

 

—No. No tengo ningún plan —respondí, luchando con todas mis fuerzas por no demostrar mi entusiasmo y evitando mirarlo directo a los ojos.

 

De reojo pude ver su enorme sonrisa.

 

—Perfecto —fue todo lo que contestó.

 

Sin responderle ya nada, pensé que se sentía genial tener en la lista de pendientes algo más que sólo "Llevar a Sarah a cenar". En lo que no quise pensar fue en el motivo por el que eso me hacía tan feliz.

 

Ni tampoco quise analizar la manera en que Sherlock me estaba observando cuando al fin me decidí a levantar la mirada hacia él. Sus ojos azules parecían querer taladrarme la corteza cerebral y colarse hasta el más oculto rincón de mi pobre y maltratada masa encefálica. Entonces, una juguetona sonrisa adornó sus labios y yo tuve que tragar por culpa de los nervios que esa expresión me ocasionó.

 

—Pero —dijo Sherlock, quitándome al fin la vista de encima—, primero tengo que pagar, literalmente, una visita a ciertos contactos míos que, estoy seguro, sabrán informarme quiénes son exactamente estos señores Crabbe y Goyle. —Sherlock le brindó a Weasley una enorme sonrisa antes de decir—: Así que, señor Weasley… ha llegado la hora de hablar de los viáticos necesarios.

 


 

Un par de horas después, cuando Sherlock al fin hubo regresado de su excursión callejera, nos dirigimos los dos a la dirección que nos había brindado el señor Weasley. Caía ya la noche cuando localizamos al fin el pequeño local ubicado en pleno Soho, pero una vez que llegamos ante él, Sherlock no hizo amago alguno de querer entrar. En vez de eso, me detuvo del brazo para obligarme a parar justo cuando estábamos por cruzar la calle.

 

—Espera, John. No conviene que los empleados de Weasley nos vean. No sea que…

 

No lo dijo, pero yo sabía que pensaba que si aquel par eran delincuentes de carrera, tal vez podrían reconocerlo.

 

—De acuerdo. ¿Qué haremos entonces? —pregunté cruzándome de brazos.

 

Sherlock no me respondió. Parecía bastante interesado en mirar la fachada de la tienda, la cual tenía un gran ventanal por el que se podía apreciar un poco de la actividad suscitada en su interior. Yo también me dediqué a observar hacia dentro, y pude distinguir a Weasley atendiendo a los clientes, y tras él, un par de mastodontes que supuse serían los famosos y generosos empleados a medio sueldo.

 

Sherlock tenía en la cara su endiablada y característica sonrisa de "Ya sé lo que está pasando ahí y sólo necesito una prueba para confirmarlo", y no parecía decidido a contarme nada ni a entrar a la tienda, y menos a irnos de ahí. Yo comencé a cansarme de estar parado en medio de una calle abarrotada de turistas y de gente que salía de su trabajo; todos pasaban a nuestro lado dándonos empujones y codazos. No tardarían en cerrar esa y todas las demás tiendas, sin agregar que estaba comenzando a arreciar el frío y que parecía a punto de llover.

 

Llegó a tal punto mi aburrimiento que incluso comencé a arrepentirme de no haber ido a ver TV al apartamento de Sarah tal como habíamos quedado. Seguro que mirar a Glee habría sido mucho más entretenido que estar como maniquí junto al hombre más exasperante del universo.

 

—Sherlock —le dije a mi compañero—. ¿Podemos…?

 

—¿Traes tu arma contigo, John? —me preguntó en un susurro, interrumpiéndome, sin despegar los ojos de la Tienda de Bromas Weasley.

 

No pude evitarlo. Me sobresalté. ¿La situación realmente era así de peligrosa?

Asentí en respuesta a su pregunta, y sé que él vio mi gesto por el rabillo del ojo. Era increíble cómo podía hacer eso (mirarme a mí sin dejar de vigilar el edificio al mismo tiempo).

 

—Desde lo del Estudio en Rosa, nunca salgo sin ella —respondí en voz baja y un tanto abochornado, sin querer confesar que, si cargaba mi pistola todos los días, era más por si se presentaba la ocasión de volver a salvar a Sherlock de sus propias imprudencias que por mi propia seguridad.

 

Me estremecí cuando recordé que realmente –realmente- cuando cogía mi pistola día a día antes de salir de casa, lo hacía pensando en él, no en mí. Con una sola idea fija en la cabeza, tan arraigada que rayaba en la obsesión: Mientras esté en mis manos evitarlo, no dejaré que nadie le haga daño.

 

Después de todo, no era muy reconfortante saber que Moriarty andaba suelto allá afuera y que había jurado que tarde o temprano acabaría con Sherlock Holmes.

 

La mera idea me hizo estremecer y decidí cambiar el talante de mis pensamientos de inmediato.

 

—Bien —me dijo Sherlock con una sonrisa—. A veces olvido que eres un soldado, John. Guerrero de corazón, siempre listo para la acción. —Bufé y no dije nada. Sherlock dejó de mirarme y suspiró antes de continuar hablando—. Demos una vuelta alrededor de la manzana. Hay algo que quiero constatar… aunque sé casi con certeza lo que hay justo detrás del edificio de los Weasley, lo que volvería algo innecesario el tener que caminar. Mi mente es el mapa de Londres más exacto y preciso que podrías encontrar —dijo con una enorme sonrisa presuntuosa y comenzando a caminar de manera arrogante y calmada, como si sólo estuviese ahí dando un paseo y no intentando resolver un misterio—, pero aún así, prefiero asegurarme.

 

Negando con la cabeza ante semejante despliegue de petulancia, caminé con rapidez hasta quedar a su lado.

 

—Eres tan presumido que me temo que un día abrirás la boca como el cuervo de la fábula y perderás algo peor que un queso —mascullé en voz baja y de muy mal humor mientras caminábamos por la acera uno al lado del otro.

 

La gente que pasaba a nuestro lado, tanto turistas como locales, era tanta y caminaba tan apresurada que nos obligaban a Sherlock y a mí a apretujarnos y a chocar hombro contra hombro, brazo contra brazo e, incluso, muslo contra muslo. La cálida sensación que esos furtivos acercamientos me provocaban estaba volviéndome loco, así que traté con todas mis fuerzas de alejarme lo más posible de Sherlock al mismo tiempo que tenía que caminar junto a él.

 

Sherlock pareció notar mis ganas de alejarme físicamente de él, porque en un momento dado giró la cabeza hacia mí, y ya sin su habitual sonrisa, me dijo:

 

—Nunca antes te había molestado tanto mi actitud, John. ¿No eras tú, después de todo, mi más grande admirador, mi blogger particular y todo eso? El fan más fiel que he tenido… Después del mismo Moriarty, claro —finalizó sonriendo un poco.

 

Lo miré con fingido enojo y continué caminando, negándome a responderle. Por mí, que creyera lo que quisiera siempre que no se percatara de la verdad. Pero él parecía decidido a no quitarme los ojos de encima hasta lograr averiguar algo.

 

De esa manera caminamos unos cuantos metros, uno junto al otro, yo con la mirada clavada en el piso frente a mis pies, y Sherlock, con sus ojos fijos en mí. Yo ya sudaba de los nervios, temeroso como me encontraba que mi amigo al fin estuviese dándose cuenta de la verdad. Estaba a punto de pararme para gritarle que me dejara en paz, cuando Sherlock me tomó del brazo y me detuvo.

 

—Espera, John —me susurró, girándome hasta que quedamos frente a frente. Su expresión determinada y fiera no me gustó para nada, he de agregar—. Hay algo que quiero comprobar.

 

Diciendo eso, y ahí, en plena acera del centro de Londres, con un mar de gente a nuestro alrededor y todo el mundo viéndonos, Sherlock inclinó su cabeza hacia mí, bajando su cara hacia la mía. Yo, no pudiendo creer que el hombre estuviera haciendo eso, abrí la boca a punto de gritarle una obscenidad o algo, lo que fuera. Lo que se me ocurriera.

 

Pero no se me ocurrió nada. Mi mente era una pizarra en blanco. Y lo peor, estoy seguro de que en el fondo, yo no quería detener a Sherlock en verdad.

 

Sin embargo, Sherlock no me besó. Pasó su cara a un lado de la mía, y sus labios no llegaron hasta los míos como me había temido –y deseado- en un principio. Lo que hizo fue acercar su nariz hasta mi cuello, y luego, olfateó.

 

¿Qué demonios crees que haces? —exclamé con nerviosismo, intentando quitármelo de encima, luchando para que me soltara—. ¡Sherlock!

 

El hombre parecía buscar un olor en mí, no entendía yo por qué diablos. Respiró sobre mi cuello, olisqueó mi cabello e incluso olió cerca de mi boca. Sentir sus labios rozar mi mejilla no fue bueno para mi salud ni para mi pobre alma atormentada; yo estaba sudando tanto que creí que empaparía mi ropa y peor, en verdad creí que me cagaría encima.

 

Finalmente, Sherlock decidió respetar mi violentado espacio personal y me soltó, alejándose un par de pasos de mí. Sin embargo, no cejaba de mirarme de un modo que yo no podía reconocer. Se metió las manos a los bolsillos y apretó los labios durante un instante antes de volver a hablar.

 

—Lo sospechaba —afirmó con voz dura y extraña— Pero por más que lo pienso, no le encuentro lógica al asunto. ¿A qué estás jugando al hacer eso, John? —me dijo con profunda seriedad.

 

—No sé de qué estás hablando —respondí con rapidez e intentando recobrar mi destrozada serenidad.

 

Sherlock me miró durante un instante más y luego suspiró dramáticamente.

 

—Como sea. Es obvio que si haces eso, es porque algo estás ocultándome y no debería esperar a que me lo confíes así de fácil —dijo con algo que, oh, sorpresa, parecía ser orgullo herido. Dicho eso, se giró hacia el edificio que estaba a nuestro lado y noté que la cara se le iluminaba con el éxtasis que parecía sentir cuando confirmaba algún hecho del cual ya tenía sospechas—. ¡Oh, mira nada más lo que tenemos aquí! —jadeó volteando hacia arriba.

 

Yo también miré el edificio que se alzaba ante nuestros ojos: grande, imponente, poderoso. Me di cuenta de que habíamos dado ya la vuelta completa a la manzana y que nos hallábamos, según calculaba yo, justo en el edificio que quedaba detrás del negocio de los Weasley.

 

Era una de las sucursales principales del Bank of England.

 


 

Si no hubiera sido por la fe ciega que Lestrade parecía tenerle a la palabra de Sherlock, jamás habríamos podido estar donde nos encontrábamos a la media noche de ese día: metidos hasta la misma bóveda subterránea del banco y planeando la manera de evitar un robo que yo rogaba a Dios no hubiera salido sólo de la loca imaginación de mi compañero.

 

—Supe de lo que se trataba en cuanto Weasley mencionó que sus empleados habían llegado juntos y que sólo le cobraban la mitad del suelo —nos explicó Sherlock a Lestrade y a mí mientras se arrastraba por el pulido suelo de la bóveda y con la nariz casi pegada al piso—. Ambos fueron lo suficientemente imbéciles como para darle sus verdaderos nombres, así que no fue difícil averiguar sobre ellos.

 

Lestrade sólo se quedó mirándole unos segundos antes de hablar. Parecía que sabía –tanto como yo mismo- que era inútil preguntarle a Sherlock qué demonios estaba haciendo al olfatear el suelo como un sabueso.

 

—¿Y qué fue lo que averiguaste de ellos? —preguntó Lestrade—. Digo, si no te molesta compartirlo conmigo —agregó irónicamente.

 

Sherlock suspiró con fastidio, suspendiendo su rastreo durante unos segundos para responder.

 

—Vincent Crabbe y Gregory Goyle son un par de delincuentes de poca monta, de escasa importancia y con casi nada de intelecto. Si investigas en tus archivos, descubrirás que los dos tienen en su haber apenas algunos arrestos por infracciones de leve gravedad. Ah, y siempre van juntos, los polluelos.

 

Yo rodé los ojos mientras Lestrade suspiraba antes de preguntar:

 

—¿Entonces…?

 

Sherlock sonrió triunfante y retomó su actividad rastreadora antes de responder.

 

—Entonces, según mis fuentes —continuó Sherlock dándose importancia, y Lestrade y yo intercambiamos una mirada, plenamente seguros que "esas fuentes" sería algún puñado de los indigentes más mugrosos de Londres—, se les ha visto a últimas fechas en asociación con Draco Malfoy.

 

—¡No jodas! —jadeó Lestrade, cruzándose de brazos y manifestando una gran preocupación.

 

Sherlock levantó la cabeza y nos miró a los dos con una enorme sonrisa de burla.

 

—No estoy jodiendo, detective —le dijo a Lestrade antes de dirigirme a mí una mirada llena de significativo resentimiento—. No jodo de la misma manera que tampoco lo hace nuestro querido Watson aquí presente, a pesar de tener novia y de salir todos los días con ella solamente a perder su tiempo y su dinero… aparentemente.

 

Lestrade y los otros detectives que lo acompañaban me miraron con curiosidad.

 

—¿Quién es Draco Malfoy? —pregunté yo a toda prisa, más con el objeto de desviar la conversación que por genuino interés.

 

Sherlock ignoró mi cuestionamiento. Sólo me miró con indignación y volvió a agacharse. Parecía muy ocupado oliendo unas partículas que para mí no eran más que polvo común y corriente. Finalmente fue Lestrade quien respondió a mi pregunta después de suspirar pesadamente.

 

—Draco Malfoy es uno de los más grandes ladrones que existe en todo el Reino Unido y, hasta ahora, uno de los prófugos más buscados por Scotland Yard. Hijo de un millonario venido a menos, Malfoy parece empeñado en volver a enriquecerse así sea con dinero ajeno.

 

—Vaya —respondí—. Entonces, si él está realmente detrás de esto…

 

—Lo está —masculló Sherlock con enojo desde el suelo—. Es un hecho y no una posibilidad. Lo sé y sé que esto no podría haber sido diseñado sólo por Crabbe y Goyle. Es un plan demasiado elaborado e inteligente para ellos. —De pronto, Sherlock dejó de husmear el suelo y se puso de pie, una gran sonrisa en su cara de idiota entrometido—. Y muy pronto, mi querido Lestrade —dijo, acercándose al detective y tomándolo de ambos brazos—, tendrás en tus manos a uno de los hombres más buscados en toda Inglaterra… Gracias a mí.

 

—Eso lo veremos, Sherlock —dijo Lestrade con un dejo de incredulidad e ironía.

 

Los segundos pasaron y Sherlock no soltaba a Lestrade. Muy al contrario, pareció intensificar su agarre sobre los brazos del otro hombre. Yo no pude evitarlo; a mi mente acudió el momento en que Sherlock me había sostenido a mí de ese mismo modo en la sala de nuestro apartamento hacía más de un mes, o, todavía peor, igual como lo había hecho apenas un par de horas antes justo afuera de ese banco. Recordar la sensación ardiente de esos dedos largos y fuertes aferrándome los brazos, me hizo tragar pesadamente.

 

Una gota de sudor resbaló por mi sien mientras desviaba la mirada.

 

—Lo verás, detective —escuché que Sherlock le decía a Lestrade en voz baja y segura—. Confía en mí. Después de todo, ¿cuándo te he fallado? —dijo con un tono cargado de nostalgia que me hizo sentir profundamente lastimado. ¿Acaso existía algo entre Lestrade y Sherlock que yo había estado ignorando?

 

—¿Y qué es lo estamos haciendo aquí? —dije, ansioso como estaba por romper aquel extraño momento que parecía haber surgido entre Lestrade y Sherlock y que no atinaba yo a comprender por qué me molestaba tanto.

 

Al girarme hacia ellos de nuevo, me di cuenta con alegría que Sherlock al fin había soltado al detective inspector. Sin embargo, la alegría me duró un mísero segundo: Sherlock me estaba atravesando con la mirada, y eso, en el nombre de todos los santos, no podía significar nada bueno.

 

—Vamos a quedarnos aquí en la bóveda a esperar que Draco Malfoy y sus dos cómplices vengan directo a nuestros brazos, mi querido doctor —respondió Sherlock regalándome una singular y divertida mirada.

 

Yo no pude dejar de pensar que el maldito perspicaz se había dado cuenta de algo. Algo que no tenía nada que ver con la Liga de los Pelirrojos, ni con Malfoy, ni con la bóveda del banco.

 

Le di la espalda y me apoyé contra un montón de barras de oro macizo, tan altas que me llegaban más arriba de la cintura. Tragando saliva con nerviosismo, no podía dejar de pensar en qué sería lo que Sherlock parecía haber descubierto en mi comportamiento.

 

Y en mi aroma.

 


 

Un rato después, Sherlock, Lestrade, un par de detectives más y yo, continuábamos en la bóveda, sólo que en ese momento estábamos en espera del arribo de los ladrones, que según Sherlock, abrirían un gran agujero por el suelo.

 

Completamente a oscuras y a la expectativa, el tiempo transcurría lenta y agobiantemente. Para iluminarnos en caso de necesitarlo, cada quien usaba su propio teléfono móvil, pues Sherlock nos había prohibido el uso de la fuente principal de luz de la bóveda.

 

—Nuestros tres invitados saldrán en cualquier momento por un agujero… justo aquí —había dicho antes, dando unas patadas en el suelo y donde, en efecto, se escuchaba hueco—. No podemos arriesgarnos a que alcancen a atisbar algún rayo de luz porque se supone que la bóveda no permanece iluminada durante la noche al menos que alguien esté adentro.

 

—¿Por qué estás tan seguro de que vendrán precisamente esta noche? —había preguntado Lestrade.

 

—Porque es viernes. ¿Que no es lógico? Así tendrán dos días para escapar antes de que sea descubierto el robo al banco.

 

Sherlock aprovechó el tiempo muerto de nuestra espera a oscuras para explicarnos que el caso de la Liga de los Pelirrojos había sido ni más ni menos que un elaborado plan para quitarse al señor Weasley de encima durante unos días y así, poder cavar un túnel desde su sótano que desembocara justo en la bóveda del Bank of England.

 

—Muy astuto, tengo que reconocer. Y la primera mente maestra capaz de idear algo así que se me ocurrió, fue el famoso Draco Malfoy. Sospecha que fue confirmada cuando mis fuentes me chivaron que ese ladrón había sido visto reuniéndose con estos bandiduchos que el ingenuo de Weasley tiene empleados.

 

—Entonces, ¿Crabbe y Goyle no fueron contratados por casualidad en la tienda de Weasley? —pregunté yo desde mi escondite detrás de una pila de valiosos bonos del gobierno.

 

—Claro que no —respondió Sherlock con ese tono que igual dice "No seas idiota"—. Es obvio que esa contratación es parte del plan. Y ya que estamos, no me extrañaría que también las vacaciones tomadas por los otros dos hermanos de Weasley sean también obra suya.

 

—Sólo espero que estén con bien, pobres diablos —escuché la voz de Lestrade a lo lejos, oculto en otro punto de la bóveda.

 

—Lo estarán, detective, pierde cuidado —respondió Sherlock, y me di cuenta en ese momento de que su voz sonaba mucho más cerca de lo que recordaba había estado un momento antes—. Malfoy se caracteriza por ser un bandido que siempre intenta no ensuciarse las manos de sangre. Sin embargo…

 

—¿Qué? —quiso saber Lestrade.

 

—Yo les pediría que no se confíen —dijo Sherlock de repente y yo pegué un brinco en mi sitio. Lo había escuchado mucho más cerca de mí, y estaba seguro de que no era mi imaginación. De algún modo Sherlock se estaba acercando a mi posición—. Vendrán armados, sin duda alguna. Y al verse descubiertos y sin nada más que perder, puede que tiren a matar.

 

—Eso me lo puedo imaginar —escuché que dijo Lestrade.

 

—Así que… mucho cuidado, querido doctor —susurró Sherlock justo a mi lado, tan bajito que estaba seguro de que sólo yo había podido escucharlo.

 

Me giré hacia donde provenía su voz, y de inmediato me di cuenta de que eso había sido un error. Un error terrible.

 

Sherlock estaba tan cerca de mí que, al girarme hacia él, su cara y la mía habían quedado separas apenas por cualquier cantidad insignificante de centímetros. Y si lo supe no fue porque lo estuviera viendo (la oscuridad era total), sino porque pude sentir su calor sobre la piel de mi rostro. Porque pude escuchar su respiración pausada y profunda. Porque pude percibir la humedad tibia de sus exhalaciones justo sobre mi boca.

 

—Sherlock —murmuré en un tono que intentó ser un regaño o una exigencia, pero que me salió completamente mal. Incluso a mis oídos, la mención de su nombre por mis labios pareció ser una súplica.

 

Pero, ¿una súplica de qué?

 

—Sherlock —repetí, esta vez sonando un poco más firme y molesto, pero cuidándome de no levantar la voz para no ser escuchado por Lestrade y sus dos acompañantes—. ¿Qué crees que estás haciendo?

 

Sherlock no respondió durante un momento, y yo casi podía ponerme a gritar de la desesperación que sentía al tenerlo así de cerca. Así de inalcanzable.

 

—Sólo me aseguraba de pedirte que tengas cuidado. Son tres, y vendrán fuertemente armados —me susurró en respuesta.

 

El aroma de su aliento llegó hasta mí y tuve la terrible tentación de abrir la boca sólo para darme cuenta de cuál sería su sabor. De inmediato quise darme una patada por ser tan profundamente idiota.

 

—Sherlock, ¿olvidas que vengo de Afganistán? —mascullé—. Allá eran mucho más de tres enemigos armados los que teníamos que enfrentar, te lo puedo jurar.

 

Un largo silencio.

 

—Lo sé —dijo Sherlock con un extraño tono de voz que no pude identificar. Sonaba casi como si estuviese triste por algo—. A mi favor puedo asegurarte que si tú hubieras muerto en Afganistán, a mí no me hubiera importado en lo más mínimo, pues, después de todo, ¡no te conocía! —aseguró con esa sinceridad suya tan característica y brutal.

 

—Vete mucho a la mierda —murmuré, intentando concentrarme en lo mucho que lo detestaba y no en su cálida cercanía.

 

—Pero ahora me importa mucho porque… bueno, porque ahora te conozco, y tú eres la persona que parece apreciar más lo que hago, lo que soy, y que habla de mí en su blog. Nadie más lo había hecho nunca.

 

Quise suicidarme por lo idiota que estaba siendo. Porque eso que Sherlock me decía, me estaba haciendo estúpidamente feliz. Porque querría haber tenido la luz suficiente como para verle la cara, como para verlo a los ojos mientras él decía a su manera muy particular: "Me importas y me preocupa que te pase algo hoy y aquí".

 

Yo era un idiota de clase mundial. Si Afganistán no había logrado acabar conmigo, ese maldito detective consultor lo lograría con otra frase así porque yo iría derechito a colgarme de la viga de mi habitación. Porque no podía permitirme sentir lo que…

 

De pronto, unos ruidos sordos nos llegaron desde el subsuelo, y pude sentir cómo Sherlock se alejaba de mí.

 

—¡Ya vienen! —exclamó—. ¡Todos listos y en sus puestos!

 

Guardamos absoluto silencio mientras veíamos cómo se desboronaba el suelo a unos metros de nosotros. La luz entró desde el agujero cada vez más grande que, tal como lo pronosticó Sherlock, estaban cavando los tres fundadores de la estafadora Liga de los Pelirrojos.

 

Intentando serenarme, apunté con mi arma hacia el objetivo. El agujero en el suelo se iba ensanchando conforme los ladrones quitaban piedras y piezas del piso; la luz de sus potentes lámparas entrando en la bóveda como rayos cegadores, moviéndose erráticamente, alumbrando a chorros irregulares el interior del recinto. Durante una milésima de segundo, uno de esos rayos iluminó el rostro de Sherlock, quien se había alejado varios metros de mí.

Lo vi y él… Él me estaba viendo a mí con una intensidad que no supe cómo interpretar. Que no supe reconocer ni explicar.

 

Repentinamente, las siluetas de tres hombres, dos corpulentos y uno muy delgado y alto, surgieron del hoyo en el suelo. La luz principal de la bóveda, potente y clara, se encendió de pronto de la mano de uno de los detectives de Lestrade, tal como Sherlock se lo había indicado. Todos salimos de nuestro escondite a un tiempo, rodeando a los delincuentes y amagándolos. Gritos de "¡Manos en alto! ¡Bajen las armas! ¡No intenten nada!" llenando el ambiente.

Pero lamentablemente y como siempre, Sherlock había tenido razón: ese trío, y especialmente el famoso Malfoy, no iba a rendirse sin dar un poco de pelea. Nunca supe si fue por el susto del momento o porque realmente no tenía nada más que perder, pero inmediatamente después de pasada la sorpresa inicial, Malfoy arrojó la lámpara que traía en la mano al imbécil que más cerca estaba de él: Yo.

 

Vi que el aparato volaba directo hacia mí e, instintivamente, levanté el brazo izquierdo para cubrirme la cara. La enorme lámpara me golpeó el antebrazo con una dureza tal, que no pude evitar gemir del dolor y creer que me había fracturado algo. Apenas estaba recuperándome y preparándome para disparar, cuando, al retirar el brazo de mi campo de visión, vi a Malfoy dirigirse directo hacia mí.

 

—¡ALTO! —grité, levantando mi arma contra él.

 

Una certera patada de karateka dejó a mi mano sin mi pistola y de nuevo un dolor sordo que me hizo maldecir; maldito rubio, sí que me estaba colmando la paciencia. Acto seguido y aún sin poder analizar qué era lo que estaba fallando con mi modo de pelear, la empuñadura de una pistola se estrelló con enorme violencia contra mi sien izquierda.

 

El golpe me tiró hacia el suelo. El dolor, lacerante y blanco, me nubló la vista y me debilitó por completo. No pude hacer nada más que dejarme hundir en un estado de semiinconsciencia por más que quise luchar por evitarlo, y me vi a mí mismo caer cuan largo era, sin arma y vuelto un completo inútil. Memorias de mí mismo perdiéndome de ese idéntico modo en el suelo arenoso de un país extranjero y hostil.

 

Quería levantarme y pelear a puño limpio, quería aguzar el oído para darme cuenta cómo estaba yéndoles a los demás, descubrir si Sherlock y Lestrade ya habrían inmovilizado a los otros bandidos… quería hacer tantas cosas y lo único que pude hacer fue preguntarme si yo era el único pelele haciendo el ridículo ahí.

 

Cuando sentí contra la frente el helado cañón de la misma pistola que me había aporreado un momento antes, me di cuenta que era el idiota más grande del mundo y que estaba irremediablemente perdido.

 

Quise abrir los ojos para al menos ver a los de mi asesino, pero ni siquiera eso pude hacer.

 

—¡JOHN! ¡NO!

 

La voz de Sherlock atravesó la nubosidad que invadía mi cerebro y pensé –oh, grandísimo idiota de mí-, pensé que eso era lo mejor que podía escuchar justo antes de morir.

 

Una detonación explotó en mis oídos y cuando pensé que sería yo el muerto, me percaté de que no era así y de que la pistola que me amenazaba ya no estaba sobre mí. Y luego, una segunda detonación invadió el recinto, retumbando en las paredes de la millonaria bóveda de aquel banco.

 

—¡Sherlock! —gritó Lestrade.

 

Y eso, fue lo último que oí.

 

 

 

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