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Manual del Perfecto Gay - Fanfiction Harry Potter
Perlita loves Quino's work
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PerlaNegra - Sherlock Slash Fanfiction

Como arena en un instrumento de precisión

Capítulo 5

 

Terminé de vestirme y, tras pensarlo un poco, decidí no colocarme ya el cabestrillo en el brazo. Un poco imprudentemente tal vez, pero consideré que ya estaba suficientemente recuperado y la verdad es que estaba algo harto de sentirme como inválido. Luego, invadido por los nervios, bajé a la sala a recoger un poco el habitual desorden que solía imperar en el lugar, intentando no pensar en nada mientras se llegaba la hora de ir a buscar a Sherlock al hospital, pero, sobre todo, tratando de no pensar en que ni siquiera estaba seguro de cómo reaccionaría el otro ante mi presencia. ¿Y si estaba tan resentido como para pedirme que lo dejara en paz? ¿Y si no quería regresar a casa conmigo?

 

Suspiré profundamente, intentando tranquilizarme y deseando convencerme de que Sherlock no me correría de Baker Street. Que la elección de dejar ese apartamento era sólo mía y de nadie más, pues Sherlock no había dicho en ningún momento que quisiera dar nuestra relación por finalizada. Y aunque al principio –enojado como me había sentido- yo había pensado que lo mejor era marcharse de ahí, durante aquellos dos días a solas había analizado la situación y llegado a la conclusión de que, así Sherlock estuviese furioso conmigo, yo me quedaría en el apartamento al menos hasta que él ya estuviese completamente restablecido de su herida.

 

Pero ahora sé que todo eso sólo eran excusas baratas para justificarme ante mí mismo. La verdad de las cosas era que no quería irme de ahí. Me gustaba vivir en Baker Street; el apartamento era perfecto, estaba barato, tenía excelente ubicación y yo no quería renunciar a ese sitio sólo porque Sherlock era un imbécil redomado que confundía besos apasionados con experimentos y que después de derretirte el cerebro con uno de ellos, te confiesa que en realidad no quiere de ti nada más que una relación de tipo profesional y párale de contar.

 

Era cierto que todavía ese día yo estaba un tanto enfadado con él por haberme dado a probar un pedacito de Cielo y luego habérmelo arrebatado tan cruelmente, pero… No podía irme de Baker Street. Simplemente, no podía. Quería quedarme al lado de Sherlock. Quería participar con él en esos siempre impresionantes misterios que lo seguían como moscas a la miel. Quería ayudarlo, estar a su lado, tener mi pistola presta para salvarlo de cualquier contingencia así como él me había salvado a mí.

 

Quería estar cerca de él para cuidarlo. ¿Cómo iba a darle la espalda y a dejarlo a merced de Moriarty ahora que sabía que lo tenía amenazado?

 

De acuerdo, ahora lo reconozco. Soy masoquista de hueso colorado. Si vivir con Sherlock ya había sido difícil desde antes, a partir de ese día sería mil veces peor. Pero eso era lo que había. Eso era lo que podía tener con Sherlock: sólo una relación de socios en un intrépido y singular negocio. "Lo tomas o lo dejas", me dije a mí mismo justo antes de salir a buscarlo y yo…

 

Yo, simplemente, no tuve más remedio que aceptar mi propio ultimátum con respecto a Sherlock Holmes.

 

Decidí tomar lo único que podía darme porque… porque la verdad era que yo ya no podía vivir sin él.

 


 

Después de perder un rato intentando limpiar un poco la casa y aunque todavía era algo temprano, no pude soportar más la espera (ni las ideas obsesivas que amenazaban con hacerme estallar el cerebro), así que opté por salirme de una buena vez a buscar un taxi para dirigirme al hospital.

 

—A Barts, por favor —le dije al chofer apenas un segundo antes de que un pitido sonara en mi teléfono móvil. Me acomodé en el asiento trasero mientras leía el mensaje de texto que acababa de recibir.

 

Tus colegas al fin accedieron a darme de alta. Qué aglomeración de matasanos más inútiles. Por cierto, John, necesito ropa limpia.

S.H.

 

En circunstancias normales, seguramente ese mensaje me habría encrespado los pelos por el simple tono autoritario en el que estaba redactado, pero en esa ocasión –Dios, ayúdame- me hizo sonreír como idiota. Recibir esas palabras tan habituales de Sherlock realmente se sintió tan reconfortante como lo habría sido una ducha fresca en el día más caluroso del verano. Así de balsámico y de vital, porque significaba que Sherlock continuaba siendo el mismo Sherlock de siempre y que nada había cambiado entre nosotros a pesar de que no me paré nunca a visitarlo en el hospital y que ni siquiera le mandé un mensaje durante los días que estuvo internado.

 

Suspirando con alivio, le di una palmadita a la maleta de mano que llevaba conmigo y que había depositado en el asiento junto a mí.

 

—Aquí traigo tu ropa, mandón con complejo de jefe —dije entre dientes sin poder evitar sonreír.

 

El taxista casi me fulminó con la mirada a través del espejo retrovisor.

 

—¿Dijo usted algo?

 

Levanté el teléfono a modo de explicación.

 

—Oh, no, no a usted. Se lo decía a mi amigo por telé…

 

El pitido del teléfono volvió a sonar, interrumpiéndome. Me olvidé momentáneamente del taxista mientras revisaba el aparato. Otro mensaje de Sherlock, el cual leí con una enorme sonrisa en la cara.

 

Es que el guardarropa que vestía aquella noche está un tanto impresentable, con tanta sangre y el poco estético agujero de bala en la pierna del pantalón.

S.H.

 

Apenas estaba terminando de leer ese mensaje cuando llegó otro.

 

Porque me dispararon. En la bóveda. Hace un par de noches. ¿Recuerdas, John? Creo que un poco de dignidad en forma de ropas adecuadas es lo menos que un sacrificado héroe le puede pedir a su público admirador.

S.H.

 

Me reí con ganas, la culpa y la preocupación dejándome al fin en paz después de haber estado echándome a perder el ánimo durante ese par de días que había estado en la casa sin Sherlock. Casi automáticamente, mis dedos estaban ya escribiendo una respuesta. Una mentira, por cierto, y nada más por molestar.

 

No pude entrar a tu habitación porque estaba cerrada con llave y, a diferencia de ti, carezco de las habilidades propias de un ladronzuelo de cuarta. Así que te estoy llevando un pantalón que me prestó Anderson (es el único tío que conozco que es más o menos de tu talla) y un suéter tejido de lana mío que se agrandó cuando lo lavé en la máquina. Estoy seguro de que te verás encantador.

J.W.

 

El taxi estaba estacionándose frente a Barts cuando me llegó el último cariñoso mensaje de parte de Sherlock.

 

No hagas que me arrepienta de haber impedido que te volaran la tapa de los sesos, John, y demuéstrame que esa masa encefálica tuya sirve para algo más que rellenar tu cabeza de alcornoque e impedir que tu cráneo haga implosión.

En pocas palabras: no te presentes aquí si no me traes algo decente para vestir.

S.H.

 

Me bajé del taxi sintiéndome tan contento de que las cosas estuvieran "casi" normales entre Sherlock y yo, que el chofer no dejó de mirarme con preocupación mientras le pasaba el dinero. "Un caso de psiquiatría, lo más probable", parecía decir la expresión de hombre al ver mi enorme sonrisa de bobalicón.

 


 

Ya sin el lastre de la culpa y la incertidumbre, mis pies parecían mucho más ligeros de lo que habían estado antes cuando había salido de nuestro apartamento para abordar el coche. Rápidamente caminé los metros que separaban la entrada del hospital del cuarto de Sherlock y al llegar, abrí la puerta tal vez demasiado intempestivamente.

 

Dos cabezas se giraron de inmediato hacia mí.

 

—Bu-buenas tardes —mascullé torpemente al notar que Sherlock no estaba solo en la habitación. Su hermano Mycroft estaba ahí con él, parado junto a su cama y aparentemente, esperándolo.

 

—John —me saludó Mycroft Holmes en su habitual tono suave y enigmático, atravesándome con su profunda mirada azul—. Qué gusto verlo de nuevo.

 

—Lo mismo digo —respondí con cortesía mientras entraba al cuarto, cargando con mi brazo bueno la pequeña maleta que había llevado para mi compañero. Llegué hasta su cama y se la deposité encima justo junto a sus pies—. Tu ropa, Sherlock —le dije sonriendo.

 

Sherlock me miró con los ojos entrecerrados y un mohín en el gesto. Parecía como si no se atreviera a creer seriamente en las palabras que yo le había enviado por el mensaje pero, al mismo tiempo, intentando descifrar si podía ser posible que yo estuviese jugándole una broma tan pueril. Le sonreí más ampliamente, sintiéndome cada vez más alegre. Era todo un logro haber conseguido que, al menos por esa vez, el mismísimo Sherlock Holmes dudara de algo que yo le había dicho sin que me adivinara la verdad tras las palabras (aún antes de ser pronunciadas).

 

—Mi cuarto no estaba cerrado con llave, John —me dijo en tono funesto—. Nunca lo cierro.

 

Solté una risita y no le respondí; me moví un poco hacia atrás y me crucé de brazos en espera de que se vistiera para salir de ahí. Sherlock suspiró dramáticamente y comenzó el proceso de quitarse la bata del hospital, ignorándonos tanto a su hermano como a mí y poniendo el mayor gesto de indignación que podía. Terminó de bajarse la parte superior de la bata y yo pude apreciar un pequeño vistazo de la pálida piel de su torso, visión que me puso extremadamente nervioso y emocionado. Giré la cara hacia un lado y me concentré con todas mis fuerzas en no mirar fijamente hacia él, por lo que no tuve más remedio que voltear a ver al otro Holmes presente en la habitación.

 

Y justo entonces fue cuando me di cuenta de que Mycroft me estaba observando, intensamente y con expresión divertida, situación que me sobresaltó con ganas. Dios mío, ¿acaso Mycroft se estaba dado cuenta de que ver a Sherlock desnudarse me perturbaba el ánimo de maneras nada normales? Oh, por favor, yo esperaba que no.

 

Mycroft elevó una mano hasta su rostro perfectamente afeitado y se frotó la barbilla en un gesto analítico que yo estaba empezando a equiparar con el "juntar-las-yemas-de-los-dedos" que Sherlock hacía mientras deducía o pensaba en algo. Ser entrometido de primera clase parecía un mal de esa familia, y yo no sabía cuál de los dos Holmes me ponía más nervioso, especialmente cuando lo único que yo quería era que mis secretos continuaran siendo precisamente eso... Secretos míos y nada más conocidos por mí. Joder.

 

Tragué saliva, desviando los ojos de Mycroft y clavando la mirada en un punto cualquiera en la pared en espera de que pasara el tiempo. Entonces, a través de mi visión periférica pude apreciar que Sherlock estaba colocándose algo que parecía ser los calzoncillos y ese pensamiento casi me hizo sudar.

 

—Así que, John —me habló Mycroft al fin, y yo casi pude suspirar de alivio. Ya estaba temiendo que la tensión me partiría en dos—, ¿continúa usted siendo el compañerito de correrías de Sherlock?

 

Yo lo miré y asentí, no sin antes echarle un breve vistazo a un Sherlock a medio vestir.

 

—Pues sí, eso supongo. ¿Por qué? —pregunté a mi vez.

 

—Bueno —continuó Mycroft, sonriendo de manera indescifrable—. Porque me sorprende que, a pesar de estar molesto con mi hermano y de que haya estado pensando en dejar la vivienda de Baker Street, prosiga con la extraña asociación que tiene con él. Si me dejara guiar por mis impresiones, yo habría apostado que usted ya ni siquiera viviría en ese apartamentito a la hora que Sherlock saliera de aquí.

 

Parpadeé rápidamente, angustiado y sorprendido a partes iguales y sin saber qué decir. ¿Cómo, en nombre de todo lo sagrado, podía Mycroft saber eso? Miré hacia Sherlock, quien lucía tan furioso que se notaba que hacía un gran esfuerzo por contenerse de levantarse a plantarle una trompada a su hermano. Pero no sólo se le veía enojado. También… también parecía casi como asustado. Sentí un pequeño vuelco en el pecho al darme cuenta de eso. ¿Sherlock en verdad temía que lo dicho por Mycroft fuera verdad?

 

Verlo así me descolocó tanto que casi perdí el hilo de lo que estaba pensando, aunque una cosa sí tenía muy en claro: Sherlock no le había contado nada a Mycroft de lo que había pasado entre nosotros dos. Lo que sucedía era que Mycroft poseía ese maldito don de deducción que sólo los Holmes parecían tener y que los diferenciaba tanto del resto de los inocentes mortales como yo que teníamos que sufrir siendo víctimas de su anormalidad.

 

—Te suplicaría, Mycroft, que te metas en tus propios asuntos y nos dejes tranquilos a John y a mí —masculló Sherlock mientras se peleaba con su pantalón, tan molesto que tenía la cara colorada—. ¿Acaso la Reina, el Estado o tu dieta no son más importantes que nosotros dos?

 

Mycroft soltó una risita despectiva.

 

—El miedo que tienes de ser abandonado no te deja mirar más allá, Sherlock —le dijo Mycroft despiadadamente—. Si no te dejaras dominar por tus emociones, verías lo mismo que yo: que…

 

—¡Un momento! —exclamé, interrumpiéndolo. No podía permitir que continuara hablando, no si no quería que comenzara a desmenuzar las razones por las cuales él creía que yo podría haber abandonado a Sherlock—. Yo no pienso dejar el apartamento. Ni tampoco estoy molesto con Sherlock. ¿Cómo podría si él acaba de salvarme la vida apenas hace un par de días? —añadí, casi orgulloso de mí al haber encontrado un argumento medio decente que me salvara del salvaje escrutinio de Mycroft—. ¿Acaso no se enteró de que Sherlock está herido por causa mía?

 

Aquel misterio de hombre sonrió ampliamente.

 

—Claro, claro que lo sé. ¡Qué orgullo para mí saber que al fin Sherlock se sacrifica un poco por alguien! —dijo con sarcasmo—. Y otra cosa que también sé, es que no hay nada que vincule tanto a dos personas como una deuda de vida. Más tratándose de gente de honor como la de la milicia, ¿verdad, John? Supongo que si usted ya se sentía en deuda con Sherlock desde antes, ahora mi hermano lo tendrá completamente comprado y a su disposición.

 

—¡SUFICIENTE! —gritó Sherlock de repente, ahogando la respuesta airada que estaba pensando en darle al zoquete de su hermano. Me giré hacia él y noté que ya estaba completamente vestido; su pantalón negro y la camisa de extraño color morado que le había llevado, puestos y abrochados. Incluso ya se había colocado hasta los zapatos. En ese momento estaba de pie junto a su cama, luchando por acomodarse un par de muletas nuevas que seguramente el hospital le había proporcionado—. Estoy listo, John. Ayúdame con la maleta. Puedes guardar mi computadora en ella, así te será más fácil transportar ambos objetos hasta afuera del hospital.

 

—Sherlock —dijo Mycroft, mirando ahora con fijeza hacia el recién levantado—, antes de que te vayas, ¿necesito recordarte que estoy aquí por lo del asunto de Berwick? No deberías echarlo en saco roto y en cambio, hacer lo que…

 

—John —me llamó Sherlock al mismo tiempo que miraba intensamente hacia su hermano—. Mi computadora. Apágala y guárdala, si eres tan amable.

 

Con intención de hacer lo que me pedía, caminé hacia la mesita donde la laptop de Sherlock estaba abierta y encendida. Al llegar ante ella, descubrí que lo que estaba en la pantalla era el sitio web de Sherlock, La Ciencia de la Deducción.

 

—Mire usted mismo, John —dijo Mycroft, dirigiéndose a mí pero sin despegar sus ojos de Sherlock—, y me aprovecharé de que parece tener más sentido común que el necio de mi hermano. Lea el último mensaje que le han dejado a Sherlock ahí en su… blog —finalizó, remarcando la palabra con enorme desprecio y usando su paraguas para señalarme la computadora de Sherlock.

 

—Es foro, Mycroft —lo corrigió Sherlock—. Foro, no blog. Blog es como lo que tiene John, una página electrónica de tipo personal que estoy completamente seguro ya has revisado de principio a fin —masculló mi amigo, intentando controlar un enojo que era cada vez más evidente—. John, no es necesario que mires nada —me ordenó a mí—. No son más que los histerismos habituales de mi querido hermano.

 

Sin embargo, histerismos o no, la curiosidad me ganó y revisé la página, percatándome de que, tal como había dicho Mycroft, sí había un comentario nuevo en el foro de su web. Un comentario que recién acababan de poner un par de días antes y que hasta ese momento yo no había visto.

 

Soy de nuevo un hombre libre señor Holmes. Regreso a casa y no las gracias a usted. Pronto recibe usted una presente de mi parte como las gracias por no haber ayudado a mi caso. Hasta pronto Holmes.

 

El que firmaba semejante sinsentido era un tal Barry Berwick.

 

—¡Estulticias! —escuché que decía Sherlock a mis espaldas—. Ese hombrecillo es demasiado estúpido como para planear algo tan sofisticado como un escape y mucho menos, una venganza. ¡Ni siquiera sabe utilizar correctamente su lengua materna! La gente iletrada como él, lo único que hacen con presteza es atentar una y otra vez contra el inglés.

 

—¿Barry Berwick? —pregunté yo comenzando a ponerme nervioso y sin dejar de mirar aquel extraño mensaje. El nombre me sonaba, estaba seguro, pero no lograba recordar de dónde—. ¿Quién es este tipo? —le pregunté directamente a Mycroft al estar seguro de que Sherlock no me respondería.

 

—Barry Berwick, ciudadano inglés de veintitrés años que fue condenado a la horca por asesinar a su novia en un hotel de cinco estrellas en Minsk durante unas vacaciones que ambos tomaban en Bielorrusia —contestó Mycroft, y de repente me acordé de quién estaba hablando. ¡El asunto "ruso" del cual Sherlock no había querido hacerse cargo!—. Veo que sí lo recuerda, John —afirmó Mycroft al notar mi visible cara de entendimiento—. Entonces, supongo que está de más que yo le mencione que sé que Sherlock viajó hasta Bielorrusia para entrevistarse con él a instancias suyas, ya que Berwick les había prometido una magnífica paga. Pero mucho me temo que esa entrevista no marchó demasiado… satisfactoriamente, ¿verdad, Sherlock? —concluyó, mirando insistentemente hacia su hermano menor como si lo estuviese regañando por no haber aceptado ayudar a aquel infeliz.

 

—No es asunto de tu incumbencia, Mycroft —murmuró Sherlock sin dignarse a mirarnos, caminando (con ayuda de las muletas) directamente hacia donde estábamos yo y su computadora, consiguiendo adaptarse a esos sostenes bastante bien y manipulándolos con admirable soltura. Pasó de largo a mi lado y se dedicó con cuerpo y alma a apagar el aparato portátil—. Pero, como supongo que de todas maneras ya lo sabes —continuó hablándole a su hermano—, no me explico por qué tengo que recordarte que el muy estúpido asesinó a su esposa con toda la alevosía y la ventaja de las que pudo disponer para perpetrar el crimen. Y a pesar de lo obvio de su culpabilidad, quiso hacerme creer que había algo extraño en ese hecho. ¡A mí, de entre toda la gente! ¡Qué manera de hacerme perder el tiempo con un simple asunto de violencia doméstica!

 

Oh, sí, ya recordaba yo todo aquello. Y Mycroft tenía razón: había sido yo quien le había insistido a Sherlock para que aceptara el caso y viajara a Minsk porque aquel Berwick había prometido que su familia nos pagaría una jugosa recompensa si salía bien librado. Al final sólo habían pagado los viáticos de Sherlock, lo cual ya podía considerarse ganancia si tomábamos en cuenta la negativa terrible y burlesca que Sherlock le había dado al desgraciado hombrecillo.

 

—Un momento —dije yo, caminando hacia Mycroft e ignorando al pobre Sherlock que intentaba caminar con muletas y cargar su computadora hasta la maleta al mismo tiempo—. ¿Esto es en serio? ¿De verdad este hombre, Barry Berwick, ha logrado escapar de la prisión bielorrusa?

 

Mycroft hizo un suave movimiento de asentimiento mientras apoyaba su peso en su paraguas.

 

—Es lo que nos ha informado la Interpol —dijo con toda calma.

 

—¡¿Y está en Londres? —chillé sin poder contenerme—. ¿Cómo demonios pudo entrar al país si es un prófugo de la justicia? ¿Y cómo logró escapar de prisión, en primer lugar?

 

Mycroft me miró intensamente pero no me respondió.

 

—No lo saben, John —me dijo Sherlock, consiguiendo al fin echar su computadora en la maleta que, abierta, esperaba sobre la cama—. Nadie lo sabe. Aparentemente, el dinero del que dispone la familia Berwick compensa con creces la falta de inteligencia de sus honorables miembros.

 

Me giré hacia Sherlock.

 

—¿Quieres decir que han sobornado a alguien para permitirle que escapara? —le pregunté.

 

—¿Por qué no? La corrupción está a la orden del día en la gran mayoría de los países extranjeros. L'argent fait tout —dijo tranquilamente mientras cerraba la maleta, no sin antes sacar de ella la chaqueta negra que le había llevado yo.

 

—Entonces, es cierto —jadeé—. Berwick escapó, consiguió regresar a Inglaterra y ahora te deja mensajes intimidantes en tu foro. ¿Cómo puedes estar tan campante cuándo alguien te está amenazando de esta manera, Sherlock? —grité, casi perdiendo los estribos. Parecía que el hombre jamás se tomaba las cosas serias en serio.

 

Sherlock dejó de hacer lo que estaba haciendo y me miró durante un segundo antes de hablar.

 

—John, ¿realmente crees que semejante imbécil podrá ejecutar un elaborado plan de venganza? Yo no. Y aunque fuera así, entonces simplemente sería un enemigo más para añadir a nuestra lista —agregó encogiéndose de hombros y procediendo a ponerse su chaqueta.

 

Suspiré, creyendo que tal vez Sherlock tenía razón. Porque, pensándolo bien, ¿cuál otra persona en el mundo podría ser más letal que el mismísimo Moriarty? Después de haberlo conocido a él, cualquier otro delincuente parecía tan peligroso como un niño del jardín de infantes que te desafía a un duelo de venciditas en el patio trasero del colegio.

 

—Había venido a ofrecerles a ambos entrar en el programa de protección a testigos —intervino Mycroft en voz baja, recordándonos a Sherlock y a mí que todavía continuaba ahí—. Proposición que, por supuesto, Sherlock ya ha tenido el desatino de rechazar.

 

—Bueno —dije yo—, eso es comprensible. Toda su vida y trabajo está aquí, y no…

 

—¿Usted no aceptaría la oferta, John? —me preguntó Mycroft de repente, atajándome y acercándose hacia mí, usando un extraño tono de voz (ronco y bajo) que me desconcertó por completo. Lo miré con incredulidad mientras él continuaba hablando—: Imagine el cambio que eso representaría en su vida —susurró, llegando hasta mi lado e inclinando el rostro hacia mí—. Vivir en un lugar mucho más lindo, lujoso y limpio que ese apartamentucho en el que está ahora. Recibir más dinero del que dispone con su miserable pensión… nada de preocuparse por asesinos dementes en búsqueda de revancha por algo que ni siquiera es culpa suya, sino de Sherlock. Y lo mejor: todo el tiempo del mundo para poder hacer… lo que se le antoje.

 

Abrí los ojos y la boca enormemente, creyendo en verdad que la quijada me había llegado hasta el suelo. Dios mío, yo era un torpe, lo sabía, pero torpe y todo, me daba perfecta cuenta de que eso que Mycroft estaba haciendo conmigo, era un franco y descarado coqueteo.

 

—Yo… no, no… —comencé a tartamudear, negando con la cabeza e intentando moverme hacia atrás. No sabía por qué, pero en ese momento veía a Mycroft muchísimo más cerca de mí.

 

Una mano enorme y fuerte me tomó del brazo lastimado, haciéndome contraer la cara en un gesto de dolor.

 

—John no está interesado en tu programita de protección a cobardes, Mycroft —espetó Sherlock con un enojo que pocas veces yo le había conocido, tirando de mí hacia él y alejándome de su hermano, casi tropezando con sus muletas y conmigo en el proceso—. Él quiere seguir viviendo su vida, conmigo, en Baker Street.

 

—Sherlock, mi… mi brazo, auch… —mascullé, intentando hacerle notar que me estaba lastimando. Pero Sherlock no parecía prestarme atención. Estaba muy enfrascado en una batalla visual con su hermano mayor.

 

—¿Por qué no se lo preguntamos a él? —sugirió Mycroft con gesto socarrón.

 

Sin soltarme, Sherlock giró su cabeza hacia mí, mirándome directo a los ojos.

 

—John, ¿a quién prefieres? ¿A Mycroft y su estúpido programa de protección, o a mí?

 

—¡Sher-Sherlock! —continué mascullando y sin dejar de luchar por liberar mi pobre brazo de su agarre de tenaza—. ¡Esto… Esto es francamente ridículo!

 

—¡No lo es en absoluto! —exclamó él—. Quiero saberlo, John. ¿Quieres seguir viviendo conmigo en Baker Street a pesar de…? ¿A pesar de todo lo demás?

 

Y de pronto, esa conversación ya no se trataba de elegir entre el ofrecimiento de Mycroft y el de él. Se trataba simplemente de saber si yo quería seguir viviendo con él bajo el mismo techo después de lo que había pasado entre los dos. Dejé de forcejear para liberar mi brazo y él, de manera automática, dejó de estrujármelo.

 

—Sí, Sherlock. Voy a continuar viviendo en Baker Street. De hecho, jamás pensé en salir de ahí —mentí con voz firme y clara, mi corazón regocijándose al notar el alivio que los ojos claros de Sherlock demostraron ante mi afirmación y al ver la media sonrisita que se estaba dibujando en su cara. Entonces, Sherlock me soltó y se alejó de mí lo más rápido que pudo hacerlo considerando que tenía que usar aquellas estorbosas muletas.

 

—Ya lo has oído, Mycroft. Puedes regresar con toda tranquilidad a seguir jugando con el destino del resto de los ingleses. Ni John ni yo estamos interesados en ser los títeres de tu organización —le dijo a su hermano en voz baja, saliendo entonces a toda prisa del cuarto sin mirar atrás.

 

Yo, despertando de la impresión que me había causado semejante escena, me apresuré a tomar la maleta y a seguirlo. Me despedí de Mycroft a toda carrera y salí del cuarto a alcanzar a Sherlock, quien parecía llevar un cohete metido en el culo y en ese momento ya había llegado hasta el ascensor.

 


 

Muletas o no, pierna herida o no, Sherlock se movía con una rapidez tan pasmosa que en más de una ocasión llegó a plantarme un buen susto al creer que se caería de bruces contra el suelo. Abordamos un taxi e hicimos el trayecto hacia Baker Street en completo silencio, él embebido en sus propios asuntos mentales que, yo esperaba, tuvieran que ver al menos un poco con alguna medida de protección contra todos esos lunáticos que parecían querer verlo morder el polvo. Yo maté el tiempo mirando por la ventanilla del auto, pensando en cómo ahora sí podía comprender el hecho de que una persona pudiera tener "enemigos" (e incluso, "archienemigos") en su vida real. Bueno, no cualquier persona.

 

Sólo Sherlock Holmes.

 


 

Llegamos a nuestro apartamento cuando ya estaba anocheciendo, una leve llovizna helada comenzando a caer sobre la ciudad. Sherlock se bajó del taxi tan bruscamente que por un momento creí que resbalaría sobre el empapado y resbaloso pavimento y se daría de cara contra la acera.

 

—¡Sherlock! —le grité mientras le pasaba el dinero al chofer y me bajaba detrás de él—. ¿Qué demonios te pasa? ¡Vas a lastimarte!

 

Sherlock no me dijo nada, pero sí tuvo tiempo de mirarme con furia antes de proseguir su loca carrera hacia la puerta del apartamento. Una vez ahí, esperó por mí a que abriera con mi llave. Entonces, subió las escaleras de la entrada con verdadera furia y manejando las muletas con tanta habilidad que a cualquiera le hubiera resultado imposible de creer que esa fuera la primera vez que tenía que hacer uso de ellas.

 

—Sherlock —le supliqué de nuevo una vez que ambos llegamos hasta nuestra sala—. Por favor, vas a lastimarte. ¡Deja de comportarte de esa manera tan infantil! ¿Por qué estás tan enojado?

 

Pero Sherlock me ignoró completamente y se dejó caer cuan largo era –y con muchísima más rudeza de la que debía- sobre el sofá. Y ahí estaba: tal como yo se lo advertí, me di cuenta de que sí se había lastimado. Con angustia, vi cómo intentaba esconder un gesto de dolor mientras luchaba por acomodar su pierna izquierda sobre el sofá, tirando del muslo con sus dos manos.

 

Dejé su maleta sobre el suelo y suspiré profundamente, pensando que todos los niños del mundo no serían más tercos que ese hombre. Caminé hacia él.

 

—Supongo que te han prescrito drogas para el dolor —le dije, sinceramente preocupado porque estuviera sufriendo estoicamente—. ¿Dónde está la receta…? Voy a comprarte lo que necesites. ¿Te gustaría algo para cenar? ¿O te preparo un té? Yo… ¿Sherlock? ¿Me estás escuchando?

 

Titubeé y miré fijamente la delgada y triste figura que yacía ante mí tirada sobre el sofá. Sherlock dejó su ceño fruncido durante una milésima de segundo y también me miró. Su gesto pareció suavizarse y yo sentí profunda pena al ver el dolor reflejado en sus hermosos ojos grises.

 

—La tengo aquí —masculló mientras se colocaba las manos sobre el regazo y suspiraba ruidosamente.

 

Mis ojos se dirigieron hacia sus manos y tuve que tragar pesadamente antes de preguntar:

 

—¿Qué… qué cosa tienes ahí?

 

Mi pregunta temblorosa y tonta le arrancó una enorme sonrisa al cabrón.

 

—La receta. ¿No me preguntaste por ella? La tengo aquí en el bolsillo interior de la chaqueta.

 

Me sentí tan idiota que podía haberme metido debajo de la mesita ratonera para quedarme a vivir ahí.

 

—Ah, claro. La receta. —Me incliné sobre él y con cuidado busqué debajo de la tela de su chaqueta, el dorso de mi mano ardiendo con el calor que desprendía su torso vestido con una camisa de color violeta. Encontré el papel y retiré la mano tan rápido que Sherlock tuvo que darse cuenta por qué lo estaba haciendo. Su sonrisa parecía ensancharse cada vez más y yo tuve que poner pies en polvorosa antes de que la situación se volviera más abochornante de lo que ya era—. Ahora vuelvo —dije—, si necesitas algo, sólo grítale a la señora Hudson. Creo que está en su habitación —finalicé antes de salir corriendo de ahí.

 

Regresé un cuarto de hora después, con la receta surtida y un poco de comida china para cenar, las escenas que habían tenido lugar desde que yo había arribado al hospital por Sherlock dándome vueltas en la cabeza sin parar.

 

¿Por qué Sherlock me hacía eso después de lo que había pasado entre los dos? ¿A qué demonios jugaba si me había dejado bastante en claro que no quería ningún acercamiento de ninguna índole ni conmigo ni con nadie? Su comportamiento decía precisamente lo contrario: esas sonrisas que me dedicaba y esa manera en que me había obligado a hurgar entre su ropa, podían ser clasificadas como cualquiera como un vil y descarado intento de seducción. Además, lo sucedido en el hospital con Mycroft… ¡Tanto enojo contra su hermano! ¿Acaso habían sido celos de su parte? ¿Podría ser posible que a Sherlock le enfureciera la manera tan solícita con la que Mycroft se comportaba conmigo, o todos esos pleitos eran tan sólo resultado de su legendaria rivalidad?

 

Lo que sucede es que el cabrón disfruta humillándote, me dijo la cruel pero sincera voz de mi conciencia. No está interesado en ti pero goza provocándote simplemente porque puede hacerlo. De la misma manera que le divierte aplastar a los demás mortales a su alrededor por ser de inteligencia inferior.

 

Subí las escaleras y entré a la cocina sin decir palabra y sin ni siquiera dirigir mi mirada hacia la sala. Llené un vaso con agua y tomé un par de las píldoras que había comprado, dejando sobre la mesa las bolsas con la comida oriental. Me dirigí hacia el sofá con el ánimo ya un poco caldeado, enojado como me sentía por creerme víctima de la crueldad inconsciente de Sherlock.

 

Lo encontré exactamente en la misma posición en la que le había dejado: tirado en el sofá de color café, los brazos cruzados encima del pecho y la cabeza apoyada sobre un par de viejos cojines; la mirada perdida en algún punto del techo y, de nuevo, en la cara, un gesto de total depresión.

 

—Aquí tienes, Sher… ¡Joder! —grité al acercarme a él y descubrir que tenía la pierna del pantalón manchada de sangre—. ¡Te has lastimado y la herida se abrió! ¡Mierda, Sherlock, te lo dije! —le espeté mientras lo obligaba a sostenerme el vaso con agua y el par de píldoras—. Tómate eso y ayúdame a quitarte el pantalón. Voy a revisar qué te pasó.

 

Sin decir palabra, Sherlock me obedeció; situación inusual que yo atribuí al gran dolor que seguramente estaba sintiendo. Suspiré pesadamente mientras él se tragaba su paliativo con un poco de agua y luego me devolvía el vaso. Lo deposité en la mesita, agradeciendo en silencio su aparente docilidad.

 

—Desabróchate el pantalón —le indiqué. Él se quedó muy quieto, sin mirarme y sin decir nada. Yo suspiré pesadamente antes de decirle—: Si no lo haces, voy a traer unas tijeras y te lo romperé para poder llegar a la herida tal como lo hicieron con el que traías puesto la noche que te hirieron —amenacé con voz fastidiada.

 

Sherlock hizo un gesto de desprecio, pero procedió a hacerme caso. Se desabrochó el pantalón y luego, yo le ayudé a sacárselo mientras él elevaba un poco las caderas. La visión de su muslo envuelto en vendas empapadas de sangre fue suficiente como para quitarle cualquier sentimiento erótico a semejante situación. Situación que apenas unas horas antes se me habría antojado verdaderamente impensable.

 

—Voy a quitarte esta venda y a ponerte una nueva después de haberte aseado. Mmm. Espera, voy por tijeras y mi material de curación.

 

Fui a mi habitación y regresé a la sala con mi maletín de médico. Entonces, me senté sobre la mesita para poder trabajarle la pierna, y en completo silencio, emprendí la tarea de quitarle las vendas manchadas de sangre, de limpiarle la herida abierta con un antiséptico, colocarle un apósito nuevo y finalmente, otro vendaje. Todos esos largos minutos no se escuchó en la sala más ruido que el que yo producía al manipular la tela de la venda alrededor de ese muslo malherido, mis pensamientos concentrados en mi Juramento Hipocrático y no en lo suave y hermosa que era la piel de mi amigo.

 

—… absteniéndome de mala acción o corrupción voluntaria… —musitaba yo entre dientes, lo suficientemente bajito para que Sherlock no pudiera escucharme—… especialmente de trato erótico con cuerpos femeninos… o masculinos.

 

—¿Qué estás diciendo? ¿Has terminado ya? —me preguntó él de manera brusca, volviendo de repente a la vida.

 

Levanté mi mirada hacia él, sintiéndome francamente indignado. Tanto, que no presté atención al hecho de que el hombre estaba bastante sonrojado.

 

—¡En eso estoy! ¿No me ves que aún estoy trabajando?

 

—Yo sólo te escucho mascullando no sé qué rezos. No pensé que fuera del tipo religioso, doctor —dijo con socarronería.

 

Meneé la cabeza en un gesto negativo mientras terminaba de colocar un par de ganchitos metálicos que mantendrían la venda firme y en su lugar.

 

—Veo que al fin ha vuelto el Sherlock Holmes de siempre —fue todo lo que dije, y entonces lo miré de nuevo a la cara. Sus mejillas estaban tan sonrosadas que lo primero que se me vino a la mente fue—: ¿Tienes fiebre?

 

Sherlock me miró abriendo mucho los ojos.

 

—No.

 

—¿No? Pero si estás más colorado que una amapola. Voy a ponerte un termómetro. —Me giré hacia atrás para coger mi maletín—. Estoy seguro de que tengo uno por aquí… déjame encontrarlo… Síp, aquí está. Veamos. —Me giré de nuevo hacia Sherlock y le pedí—: Abre la boca.

 

—Te dije que no-tengo-fiebre —dijo él con voz ronca y golpeada, mirándome intensamente con algo que parecía nerviosismo.

 

Y fue esa manera de mirar –tan inusual en él- lo que me puso completamente en alerta. Abandonando mis intentos de colocarle el termómetro en la boca, me moví hacia atrás hasta quedar bien sentado sobre la mesa, observando a Sherlock de arriba abajo y descubriendo –justo debajo de su camisa y de sus calzoncillos- el porqué de su repentina y extraña perturbación.

 

Estaba… oh, por Dios, Sherlock estaba excitado. Me quedé sencillamente boquiabierto.

 

Y él, al darse cuenta que yo había visto, rápidamente se llevó las manos a la entrepierna para tratar de ocultar esa erección, pero vamos, ya era completamente tarde. Y yo… Dios mío, yo me quedé sin saber qué decir. Abrí mucho los ojos, estrujando el termómetro entre mis dedos tan fuerte que casi lo parto en dos, negándome a creer que Sherlock (el estoico, frígido y burlesco Sherlock Holmes) se había excitado al grado de tener una erección así de inoportuna solamente porque yo le había hecho una simple una curación.

 

Al igual que él, yo sentí que me prendía en fuego, sonrojándome violentamente ante ese hecho tan anormal. Pero, al mismo tiempo, esa vuelta en las tornas era todo que yo necesitaba para dejar de sentirme tan miserable y poder darle a Sherlock –al fin- una sopa de su propio chocolate.

 

—Vaya —jadeé, mirando hacia su entrepierna con toda la intención de avergonzarlo lo más que se pudiera—, esto sí que es toda una sorpresa para mí. Jamás antes me habían halagado mis manos de cirujano como lo está haciendo en este momento el pequeño Sherlock Holmes... Junior.

 

Sherlock se sonrojó todavía más (¡Sí, más! Estaba tan rojo que pensé que sufriría una hemorragia nasal), y luchó con todas sus fuerzas por ocultar su condición. Tiró de su camisa para cubrirse los calzoncillos, pero el bulto que estaba ahí resultaba imposible de esconder. Simplemente, sobresalía.

 

—Vete mucho a la mierda —gimió él, dándose por vencido y cubriéndose el rostro con las manos—. ¡Qué manera tan vil de aprovecharte de tus inocentes pacientes en sus momentos de debilidad! ¡Eres el peor médico de la historia! —gimoteaba dramáticamente, haciéndome reír.

 

—Oh, al contrario, Holmes —siseé yo entre risitas mientras guardaba mis cosas en el maletín—. Creo que me acabas de demostrar lo buen médico que soy. Después de todo, este tipo de resultados no los obtiene cualquiera con una simple curación. Había escuchado que los quiroprácticos podían conseguir que sus pacientes se excitaran después de un masaje especialmente estimulante, pero, ¿por aplicar una venda? Difícilmen…

 

—¡Oh, ya cállate! —me pidió, tratándose de girar sobre el sofá para darme la espalda y lastimándose en el intento. Gimió de dolor y yo paré automáticamente de reír.

 

—Hey, no hagas eso —le dije—. Te lastimarás de nuevo y la herida volverá a sangrar. Está bien, dejaré de burlarme… —Puse mi mano sobre su muslo, leve y ligera, apenas a unos centímetros por debajo de donde terminaba la venda. Permitiéndome ahora sí disfrutar del calor que transmitía su piel blanca, aprovechando el breve momento de contacto para intentar grabar en la memoria del sentido del tacto el recuerdo de ese toque que seguramente jamás podría volver a experimentar.

 

Pensar así me dolía. Cerré los ojos durante un breve instante, negándome todavía a dejar ir a Sherlock. Al abrirlos, lo descubrí observándome, el sonrojo que anteriormente cubría su rostro casi desapareciendo por completo.

 

—Es natural que pasen estas cosas —susurré, aunque yo sabía que él sabía que eso no era cierto. Pero la verdad era que no quería (a pesar de todo lo que él me había hecho a mí) aprovechar ese momento para humillarlo más—. El contacto, los movimientos rítmicos… ya sabes —finalicé en un susurro, para nada convencido de lo que estaba diciendo.

 

Mi mano todavía encima de su muslo.

 

—Ajá —me dijo Sherlock apenas moviendo los labios, sus penetrantes ojos grises fijos en mí—. ¿Y piensa devolverme mi pierna algún día, doctor? —se burló, una sonrisa sincera asomando en su rostro todavía sonrosado.

 

Le devolví la sonrisa, envalentonándome y necesitando llevar las cosas lo más lejos que pudiera, porque era vital, era…

 

—En realidad, ahora que lo mencionas… Nop —le respondí sin dejar de sonreír ni de mirarlo a los ojos—. De hecho, creo que voy a tomar de ti algo más.

 

Oh, lo que vi en ese instante en los ojos de Sherlock terminó por convencerme de que, a pesar de todo, a pesar de los dos y de sus estúpidas decisiones, yo iba por el camino correcto. Como por arte de magia observé a esos ojos pasar del gris al casi negro, dilatándose, brillando de deseo, de sorpresa y ansiedad, revelándome su deseo y necesidad.

 

Fue la gota que derramó el vaso. No pude contenerme más.

 

Me empujé hacia delante hasta que mi cuerpo resbaló de la mesa en la que estaba sentado, cayendo de rodillas sobre el suelo junto al sofá, mi mano jamás separándose de ese adorable muslo ardiente, mi boca buscando hambrienta la de él.

 

—Sherlock —jadeé sobre sus labios justo un segundo antes de tomar su boca con toda la fuerza de mi urgencia, con todas las ganas acumuladas en esos dos días, en esos tres meses, en toda mi vida. Y Sherlock me correspondió el beso casi con la misma furia que yo estaba empleando, abriendo la boca y permitiéndome arrasar su interior con mi lengua, su mano derecha agarrando un puño de mi camisa para tirar de mí hacia él.

 

Moví mi mano, la levanté, llevándola por encima de la zona vendada, evitando la herida, pasándola, llegando a la parte superior del vendaje y depositándola de nuevo ahí, sobre piel ardiente, blanca y cubierta por vello pequeño y suave, apenas a unos cuantos centímetros de su entrepierna. Y Sherlock gimió cuando yo hice eso, -Dios mío, gimió- dentro de mi boca, sobre mis labios, alrededor de mi lengua, y su cuerpo se arqueó casi imperceptiblemente hacia mi mano, lo suficiente como para hacerme notar cuál era su deseo más apremiante en ese preciso momento.

 

No me hice del rogar, ¿cómo podría haberlo hecho?

 

Sin más preámbulo llevé mi mano hasta su erección, cubriéndola por encima de su prenda interior. Sherlock gimió larga y entrecortadamente, empujando su cadera contra mi mano, permitiéndome el contacto, y yo, por todos los demonios, casi me corro sólo por su reacción. Acuné su miembro con mi palma, con mis dedos, conocí su forma y su calor aun a través de esa tela de algodón. Lo apreté fuerte y Sherlock jadeó, separándose de mi boca y arrojando la cabeza hacia atrás.

 

Y yo, que nunca antes había hecho eso con ningún hombre, en ese momento lo encontré todo tan natural, tan correcto. Tan perfecto. En absoluto chocante ni vergonzoso como algún día me pude imaginar que sería si llegaba a tales términos con él. Abrí los ojos para admirar su rostro en medio de aquella mueca de éxtasis puro, sus labios rojos y entreabiertos, sus ojos fuertemente cerrados y las mejillas más sonrojadas que en los momentos previos. Y sin dejar de observarlo, maravillado como me sentía de que eso por fin pudiera estar pasando, continué acariciándolo, más fuerte, más duro, porque eso era lo que ambos estábamos necesitando. Llevando mi mano un poco hacia arriba, soltándolo apenas el tiempo suficiente como para introducirla por debajo de sus calzoncillos, tocando al fin la aterciopelada piel de su miembro erecto, gimiendo como desesperado y dejándome caer sobre él en búsqueda de otro beso.

 

Me aplasté sobre él, mi boca arrasando la suya, ahogando entre nuestros labios sus gemidos, mis jadeos, nuestros suspiros, mi mano tocándolo, él, firme, duro, suave, ardiente, húmedo, gotas de preseminal que empaparon mis dedos, Dios mío, Sherlock, arriba, abajo, oh, qué bien te sientes, sí, sí, un apretón duro, dos, tres caricias y él, Sherlock, corriéndose sobre mi mano, por debajo de su prenda interior, mordiéndome los labios, la lengua, sofocando un grito y agarrándome fuertemente la camisa con sus dedos de violinista como si fuera un barco a la deriva y yo, el ancla que le impidiera zozobrar en la noche de la peor tormenta.

 

No podía ver lo que ocurría, besándolo como estaba haciéndolo, pero sentía sus pulsaciones ardientes bajo mi mano, sentía su esencia viscosa y ardiente mojándome a mí y a él mismo, sentía su piel estremecerse y su aliento faltándole, y eso, Dios mío, era suficiente para mí y tan perfectamente maravilloso que me sentía morir. Continué acariciando su miembro con suavidad hasta que finalizó su orgasmo, poco a poco todo volviendo a la paz, sus manos comenzando a aflojar su agarre, su respiración comenzando a ralentizarse.

 

Concentrado como había estado en ayudarle a buscar el alivio lo más rápido posible, yo no me había percatado de mi propia erección, presa y apretada bajo mis pantalones vaqueros, tan hinchada que no comprendía cómo no me había corrido ya, preguntándome que pasaría a continuación, ¿Sherlock trataría de corresponderme? ¿Podría hacerlo en su condición? ¿Yo debía permitirlo?

 

Alejé mi rostro del de él y abrí los ojos, tratando de no pensar y de disfrutar lo que quedaba del momento.

 

Él también abrió los suyos, todavía luchando por respirar con normalidad. Y mientras mi mano todavía estaba encima de su miembro ya reblandecido y agotado, nos quedamos mirando a los ojos con toda aquella incomodidad que ambos sabíamos bien que quedaría después de semejante actividad.

 

—Ahora entiendo —comenzó a decir Sherlock con la voz tremendamente ronca y esbozando una sonrisita perezosa—, porque dijiste que eras el mejor doctor de todo el ejército. —Se rió mientras desviaba la mirada—. Puedo imaginar lo extasiados y satisfechos que estarían los otros soldados teniéndote a ti aplicándoles semejante tratamiento después de una indecente curación.

 

Me reí junto con él, sacando la mano del precioso lugar en el que había estado y que, por cierto, había quedado hecho un pegajoso pero delicioso desastre.

 

—Sí, ¿no te dan ganas de haber pertenecido a mi batallón? —le dije con voz jadeante antes de suspirar profundamente—. Lo bien que nos lo habríamos pasado. Bueno… ahora voy a subir a tu cuarto a buscarte tu pijama y ropa interior limpia. Vuelvo en un momento.

 

Me puse de pie ahí junto al sofá. Pero antes de que pudiera dar un paso, él levantó la mano y me atrapó, pasando un par de dedos por la presilla de mi pantalón.

 

—John —dijo con voz segura y anhelante.

 

Y yo… Dios mío, yo casi me desmayo.

 

—¿Mmmm? —fue todo lo que pude responder cuando observé que sus ojos estaban clavados en mi más que evidente erección, la cual luchaba por liberarse de la cruelísima prisión de mis pantalones vaqueros.

 

—John —repitió, su mirada fija en mi delatadora excitación, sus dedos jugueteando con mi presilla y yo casi muriéndome de la expectación. Pero de pronto, Sherlock despegó los ojos de mi entrepierna y levantó la cara hasta mirarme directamente a los míos y me dijo—: Yo… yo no sé por qué me he dejado llevar, pero… Creo, en verdad creo, que tenemos que ponerle un remedio a esto. No podemos seguir adelante porque entonces... —se interrumpió, mordiéndose los labios y mirándome con una expresión que no podía definir.

 

Una cubeta de agua helada cayendo sobre mí no podía haber actuado como un mejor asesino de pasiones que esas palabras de Sherlock. Abrí la boca, no pudiendo creer en eso, no sabiendo ni qué decir, ni… Cuando de repente, la campana me salvó.

 

O mejor dicho, la persona que golpeó la puerta de nuestro apartamento. Me separé de Sherlock, caminando hacia atrás y provocando que él tuviera que soltarme del pantalón, escuchando a lo lejos a la señora Hudson saliendo de su cuarto, abriendo la puerta de la calle, saludando a alguien y luego, pasos que subían a nuestras habitaciones. Yo, todavía con la mirada clavada en Sherlock, sabía que tenía que salir de ahí porque si no, lo mataría. En serio que lo mataría.

 

—Buenas noches —dijo la voz de Sarah detrás de mí. Me giré con rapidez hacia ella, y la vi de pie en el umbral. De reojo pude observar que Sherlock ponía una enorme cara de fastidio y se cubría la mojada entrepierna con uno de los cojines que estaban en el sofá—. Supe que ambos estuvieron en el hospital. ¿Cómo están?

 

Ni Sherlock ni yo le respondimos nada. Yo me le quedé viendo a Sarah, sabiendo que lo que cruzaba por mi mente no estaba bien ni era correcto, pero yo… yo hice lo único que pensé resultaría más efectivo para vengarme de Sherlock. Algo más efectivo y doloroso que simplemente matarlo.

 

Caminé hacia Sarah, la tomé del brazo y sin reparar en su cara de sorpresa y haciendo caso omiso de sus preguntas, tiré de ella para subirla conmigo a mi habitación.

 

Me la follaría esa misma noche y en las mismas narices de Sherlock Holmes.

 

 

 

 

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