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Manual del Perfecto Gay - Fanfiction Harry Potter
Perlita loves Quino's work
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PerlaNegra - Harry Potter Slash Fanfiction

La Familia de Draco

Capítulo 1

 

Draco emitió un grito ahogado y tragó pesadamente, dándose cuenta de que estaba llorando tanto, que las lágrimas caían hasta la mugrosa pila de la cual se estaba sosteniendo. Se estremeció violentamente y levantó la cabeza.

 

Entonces, miró hacia el espejo y descubrió la imagen de Potter ahí, parado detrás de él; el cretino lo estaba observando desde la puerta del baño. Lo estaba observando. Con un gesto de incredulidad en la cara y con algo más que, Draco deseaba adivinar, era compasión.

 

Durante un mísero segundo, Draco tuvo el impulso de girarse hacia el héroe para implorarle su ayuda, para confesarse, para contarle lo que el Señor Tenebroso le estaba haciendo a su familia. Lo que le estaba haciendo a él.

 

Sabía que Potter no se negaría, que era un Gryffindor compasivo y siempre dispuesto a ayudar, y además… Draco tenía esa cierta debilidad por él, debilidad que ni siquiera se había atrevido a confesarse a él mismo abiertamente, ni en sus pensamientos más inconscientes y secretos.

 

Pero, ¿qué tal si Potter no sentía lo mismo por él? ¿Y si se aprovechaba de que lo estaba descubriendo en su momento de suprema debilidad y derrumbamiento, para después burlarse de él, para chantajearlo, para…?

 

La desesperanza que sintió le ayudó a tomar la decisión. Draco se giró, pero en vez de caminar hacia Potter y pedirle auxilio, levantó su varita y comenzó a gritar maldiciones a diestra y siniestra. Casi deseando que el otro le hiciera el favor de terminar con él.

 

¡Cru…! —comenzó a conjurar en un momento dado, desesperado cuando lo demás no dio resultado.

 

—¡Sectumsempra! —gritó Potter antes de que Draco pudiese terminar.

 

Presa de un terrible y lacerante dolor, Draco cayó al suelo mientras sentía que la vida se le escapa del cuerpo. Sangre y vida saliendo a toda velocidad a través de las maléficas heridas que Potter le acababa de hacer.

 

Todo hubiera terminado para él esa misma noche sino hubiera sido por la oportuna intervención del profesor Snape, quien, siendo el creador del hechizo, supo también cómo contrarrestarlo.

 

Draco, que en ese momento no estaba muy seguro de desear seguir con vida, nunca le agradeció a Snape su ayuda.

Durante los años posteriores a ese momento, Draco se preguntó una o dos veces qué hubiera pasado si en vez de tratar de atacar a Potter, le hubiese hablado. Si le hubiese pedido su ayuda. Sin embargo, sofocaba rápidamente esas cavilaciones, tratando de no pensar mucho al respecto. Por alguna razón que no entendía, pensar en eso le dolía.

 

Además, después de todo, el “hubiera” no existía y lo hecho, hecho estaba.

Nueve años después...

 

Draco se despertó en su enorme y cómoda cama, dándose cuenta de inmediato que tenía un cuerpo tibio a su lado y recordando la noche de apasionado sexo que había pasado con él. Sonrió pero no hizo ningún intento por tocarlo o abrazarlo. No tenía por costumbre repetir con el mismo tío; vamos, ni siquiera entendía porqué le había permitido quedarse a dormir en su penthouse.

 

Por lo regular, solía sacar a sus amantes de su apartamento apenas al terminar. Sin abrir los ojos, intentó recordar porqué razón no había ocurrido eso, pero no pudo hacerlo. O había estado demasiado ebrio, o el sexo había sido demasiado bueno. Vete tú a saber.

 

Como fuera, ese día era víspera de Navidad y él tenía que viajar a Wiltshire para pasárselo con su madre. Era imposible que se perdiera la cena con ella, pues desde que había muerto su padre, Draco se había convertido en su único lazo familiar. Así que, a regañadientes y no tanto porque creyera en la Navidad sino porque sentía la obligación hacia con su progenitora, Draco acudía año con año.

 

Suspirando, abrió los ojos y se levantó. Admiró la hermosa vista de la ciudad a través de las descomunales ventanas que se extendían por tres de los cuatro muros de su penthouse. Adquirir aquella propiedad muggle le había salido un ojo de la cara, pero derrochaba lujo y confort, además que, gracias a ella, Draco podía mirar a Londres como pocos podían presumir de hacerlo. A excepción de que tuvieras una escoba voladora, claro.

 

Sacudió el cuerpo de su acompañante de una manera no muy suave, arqueando una ceja ante la bella espalda que le presentaba aquel muggle. Draco siempre podía obsequiarse con lo mejor de lo mejor, y eso incluía la mejor carne del pub, bar, restaurante o fiesta en la que se encontrase.

 

—Despierta, chico. Es hora de que te vayas —le dijo en voz alta.

 

El muchacho, de piel blanca y cabello castaño oscuro, se agitó y murmuró algo entre dientes. Draco rodó los ojos y se alejó hacia el baño.

 

—Voy a ducharme, y cuando salga, no quiero verte ahí.

 

Aparte de su enorme apartamento en el piso veinte de uno de los edificios más costosos de la ciudad, Draco se había comprado también todo un local en pleno centro del callejón Diagon, el cual había modernizado y transformado en las mejores oficinas del sitio. Todo con el fin de poder llevar a cabo los negocios familiares sin tener que viajar todos los días a la Mansión, donde anteriormente su padre había trabajo toda su vida.

 

Draco no habría podido hacer eso; trabajar desde casa como había hecho su padre. Él necesitaba la vida citadina, conocer gente, establecer contactos aquí y allá, aumentar la fortuna. Y también, por supuesto, por las noches vivir la vida loca. Y para eso, nada mejor que Londres con su inigualable Soho y los mejores clubes gay.

 

Además, vivir con su madre era francamente insoportable. Narcisa no dejaba de darle la lata con que se estableciera ya y formara una familia. ¡Que tienes 25 años, Draco, por Merlín! le decía la mujer como si se tratara de un anciano.

 

Draco había sufrido ese acoso durante más de tres años antes de convencerla de que era gay con todas sus letras, y que jamás se casaría con una mujer, por lo que Narcisa –cuando por fin dejó de hacerse la sorda y lo aceptó- se encargó de investigar y de comunicarle a Draco que también podía tener descendencia con un hombre.

 

Draco, que conocía esos métodos de combinación de los espermatozoides de dos hombres y su posterior implantación en alguna bruja que accedía a ser madre de alquiler, le había informado a su vez a Narcisa, que para poder tener hijos primero necesitaba encontrar un hombre con quien hacerlo. Y a partir de ese momento, Narcisa se había dedicado en cuerpo y alma a presentarle a la décima parte del mundo mágico (o sea, varones gays sangre limpia) con la esperanza de que su alocado hijo conociera al mago sangre pura adecuado y al fin se enamorara.

 

Pero Draco huía del amor tanto o más de lo que le repelían los niños. Tan sólo imaginarse como padre lo hacía sufrir escalofríos. Habiendo sido hijo único, jamás había convivido con otros pequeños y menos había tratado bebés de cerca. Ni de lejos. Y ahora de adulto, cuando tenía la desgracia de toparse con alguno, se daba cuenta de que le producían demasiado asco. Aquellas ruidosas criaturas no eran más que costosos productores de baba, mocos y otra gran cantidad de otras sustancias innombrables, según su inteligente punto de vista. Una muy mala inversión.

 

Así que, aquella mañana de nochebuena, resignado cual mártir en circo romano, Draco se dirigió vía aparición hasta su elegante y enorme despacho, dispuesto a dar carpetazo a los asuntos más urgentes y no dejar nada pendiente para poder respirar tranquilo antes de viajar a la Mansión. Donde, claro, al llegar tendría que olvidarse precisamente de eso. O sea, de respirar tranquilo.

 

Su secretaria, una bruja joven y de ingenio muy agudo, lo recibió con una avalancha de novedades. Era increíble todo lo que podía suceder en las pocas horas que Draco estaba ausente del lugar.

 

—… y el señor Wilkerson ha aumentado la oferta para la adquisición de los viñedos de Francia —terminó Ethel al fin, casi quedándose sin aliento.

 

Draco sonrió. Esa venta significaba un ingreso bastante considerable para la fortuna familiar. Sería un estupendo regalo para su madre.

 

—Perfecto, Ethel. Pero permitamos que sufra un poco. No le respondas las llamadas hasta pasadas las fiestas, y cuela en la prensa la noticia de que la Corporación Ayers también quiere adquirirlos.

 

—Bien —asintió la bruja mientras su pluma lo anotaba en su libreta. Satisfecha, dejó a Draco a solas en su oficina, saliendo a toda prisa.

 

Draco se desabrochó la túnica y se sentó ante su elegante y enorme escritorio de caoba. El mundo podía caerse en pedazos, pero todo su personal sabía que no debían molestar al señor Malfoy mientras se bebía su café matutino. Cogió la taza de café que Ethel le había preparado con anticipación, y se dispuso a darle una hojeada a El Profeta.

 

Leer aquel pasquín era una manera de mantenerse cerca de la comunidad mágica, de la cual se había alejado tanto al irse a vivir a la ciudad, y no era raro para él enterarse así de muchas cosas que de otro modo permanecería ignorante. Como, por ejemplo, las andanzas, logros y desdichas de sus antiguos compañeros de colegio.

 

Potter, para no perder la sana costumbre, era noticia de nuevo. Arqueando una ceja, Draco leyó la nota donde anunciaban, con gran dolor y pena, que Potter había recibido una millonaria oferta de parte del gobierno mágico de los Estados Unidos para encabezar la creación de una liga profesional de Quidditch en aquel país. Y para semejante trabajo, ¿quién mejor que la estrella más reconocida del mundo en el deporte?

 

Draco sonrió de medio lado, admirando la fotografía del periódico donde Potter se removía incómodo ante la cámara mientras murmuraba Merlín sabía qué cosas. Año tras año, desde que la guerra había terminado, Draco había seguido la trayectoria profesional de Potter, sin reconocerlo pero sabiéndose en secreto como uno más de sus múltiples admiradores. El bastardo era genial volando y jugando, y Draco jamás lo reconocería ni a sí mismo, pero verlo en vivo en un partido era una experiencia completamente orgásmica.

 

Era una pena que ahora se fuese al otro lado del charco. Suspirando, Draco arrojó el periódico a un lado, notando apenas que el viaje de Potter estaba programado para el día siguiente y que el lugar donde tomaría el traslador era secreto, pues obviamente el Ministerio no quería una horda de fanáticas locas tratando de impedir la salida del héroe.

 

Mientras se terminaba su café, Draco llegó a la conclusión que él hubiese hecho lo mismo de Potter. O sea, irse del país a pesar de que la gente no lo quería así. Después de todo, no era nada despreciable la suma que le estaban ofreciendo, además del increíble prestigio que le daría tener semejante puesto y desempeño en América. Después de aquella empresa, seguro que Potter no tendría que volver a trabajar en su vida. Admitiendo a regañadientes que el mago no era tan tonto como lo había pensado siempre, Draco se levantó de su sillón dispuesto a terminar con los asuntos del día.

 

A pesar de tener sus oficinas dentro del mismo Callejón Diagon, Draco no salía casi nunca de su edificio al lado de los comercios mágicos. Sólo raras ocasiones, por ejemplo cuando tenía alguna cita de negocios en algún restaurante o cuando le era urgente comprar algo. Draco se daba cuenta de que su presencia no era del todo bien recibida en la comunidad, y por lo mismo evitaba circular por ahí para no meterse en algún problema.

 

La gente era tonta. Mágica o muggle, todos (excepto su madre) eran unos imbéciles. Parecían no entender que todos aquellos asesinatos y torturas cometidos dentro de las paredes de la mansión no habían sido culpa de ninguno de los tres Malfoy.

 

Todavía peor, la gente parecía más tonta que de costumbre en esa época navideña.

 

Maldiciendo entre dientes el tener que salir a caminar entre la enorme multitud que luchaba por un mínimo espacio entre las tiendas, Draco se dirigió a toda prisa a la tienda de antigüedades del señor Kline, donde previamente había reservado una hermosa y única pieza de joyería para regalarle a su madre al día siguiente.

 

Cubriéndose la cara lo mejor que podía con las solapas de su abrigo, Draco dio vuelta en una callejuela donde había mucha menos gente. Aliviado, aceleró el paso. Pero no había caminado más que un par de metros cuando se detuvo de improviso.

 

Una viejecilla venía caminando hacia él desde la otra esquina. Draco echó un vistazo a su alrededor. Aparte de esa mujer, no había nadie más en las cercanías.

 

Extrañado, frunció el ceño. ¿Cómo era posible que de repente se hubiera tropezado con una calle completamente vacía de gente, cuando apenas a la vuelta de la esquina no se podía ni transitar?

 

Encogiéndose de hombros, reanudó su camino. Paso a paso fue acercándose a la bruja, que, encorvada y con un montón de años encima, caminaba muy lentamente.

 

Draco y la anciana se detuvieron de golpe cuando una tercera persona salió súbitamente de entre las sombras. Era un hombre alto que vestía una túnica oscura sin ningún abrigo ni capa, lo cual era completamente inconcebible debido al frío que estaba haciendo en la calle. A menos de que se tratase de un pordiosero, de ésos que abundan en esas épocas y quieren sacar provecho de que la gente anda drogada hasta el tope de espíritu festivo y…

 

El loco aquel se paró justo enfrente de la anciana, la cual, en esos momentos, ya estaba a pocos pasos de Draco. Éste, cada vez más desconfiado, miró al hombre sacar su varita (lo cual lo sorprendió enormemente, pues por lo general los indigentes no traían una) y apuntarle a la mujer. Ese movimiento hizo que Draco también sacara la suya.

 

Aquel loco miró sobre su hombro, como queriendo asegurarse de que Draco estuviese observando.

 

—El bolso o la vida, señora… —dijo aquel bruto con la voz ronca y profunda, dirigiéndose a la anciana, pero mirando insistentemente hacia Draco. Sus ojos oscuros le brillaban a través de una cortina de cabello negro y grasiento que le cubría la cara hasta la nariz ganchuda que…

 

Ey… un momento. Draco conocía ese aspecto, esa silueta y esa voz.

 

—¿Snape? —preguntó con voz extrañada antes de poderlo evitar y antes de recordarse que no podía ser, que Snape estaba muerto desde hacía siete años.

 

Aquel mago, sea quien fuera, se giró rápidamente hacia la anciana, dándole la espalda completamente a Draco.

 

—Como le dije, madame —continuó aquel imposiblemente-parecido-a-Snape-pero-que-no-podía-ser—, el bolso o la vida. ¿Qué dice, que no me dará el bolso? Oh, qué desgracia. Entonces me temo que me veré obligado a quitarle la vida.

 

En ese instante, Draco ya estaba seguro de que estaba siendo víctima de una cámara escondida. Miró hacia las paredes del callejón en busca de alguna, pero sin éxito. O era eso, o era que ahora sí había perdido la chaveta. Sino, ¿cómo explicar que estaba viendo a un hombre muerto desde hacía años asaltando a una anciana que parecía retardada mental?

 

—La mataré, oh sí, la mataré —insistía Snape, interpretando su papel peor que actor de culebrón de las 5 de la tarde—, si nadie viene y la salva, oh, juro que la mataré.

 

Draco rodó los ojos, gimiendo de fastidio. La supuesta anciana ni siquiera se inmutaba ante las amenazas proferidas contra su vida: estaba más tiesa e impávida que un maniquí. Eso tenía que ser un mal chiste de alguien que, en verdad, odiaba mucho a los Malfoy.

 

Suspirando pero sin guardarse la varita, Draco caminó con rapidez hasta aquellos dos payasos. Cogió al supuesto Snape del brazo y lo giró hacia él, dispuesto a verle la cara con claridad y descubrir quién le estaba jugando aquella broma de tan mal gusto.

 

—Oh… ¡Oh! —exclamó el dizque Snape en tono teatral, levantando los brazos y soltando su varita. Draco, que no se esperaba aquello, se asustó y dio un paso atrás, apuntándole con la suya directo al corazón—. ¡Me rindo, no me mate! —gritó el supuesto Snape, fingiendo pésimamente miedo ante Draco. Éste pensó que quien fuera que hubiera maquinado aquello, había contratado al peor actor de Inglaterra.

 

—¡Huya, huya, ahora que puede! —gritó aquel Snape a la anciana, y ésta, obediente, se dio la vuelta y salió de ahí caminando a toda velocidad.

 

Draco se quedó viendo la espalda de la mujer alejarse hasta que desapareció al otro lado del callejón. Se hizo la nota mental de no volver a comer camarón.

 

—Muy bien, Draco —dijo el hombre disfrazado de Snape, con una voz tan parecida a la de él que Draco se estremeció—. Has pasado la prueba.

 

Draco lo miró arrugando el gesto. Jamás en su vida había sentido tanta incredulidad ni había presenciado estupidez mayor.

 

—Usted es la persona más demente que he conocido jamás —dijo Draco—. Y si piensa que por un instante yo me creeré que usted es Snape, no sólo está loco, sino que también es tonto. Muchísimo más que Potter.

 

Aquel Snape rodó los ojos de una manera tan parecida al verdadero, que Draco no pudo reprimir un escalofrío.

 

—Por favor, Draco. ¿No pudiste encontrar alguien mejor con quién compararme que con Potter? —Snape arrugó la cara y sacó la lengua—. Asco.

 

Draco comenzó a convencerse de que tal vez ese hombre sí era Snape. No podía haber alguien tan parecido al menos que estuviera usando Multijugos. Y eso, era imposible. Además, nadie más que el verdadero Snape se expresaría así de Potter.

 

—¿Es el fantasma de Snape? —preguntó con recelo.

 

Snape suspiró, profundamente.

 

—Bueno, técnicamente, sí —reconoció—. Pero sólo durante un corto periodo de tiempo. Mientras llevo a cabo mi misión.

 

—Misión —repitió Draco, retrocediendo un paso. Aunque estaba más que acostumbrado a los fantasmas, ese Snape le daba mala espina. No era como los demás, tenía un no-sé-qué más raro.

 

—Así es. Para empezar, tú has sido probado y tengo que decir que has pasado satisfactoriamente tu examen. He sido testigo de cómo estuviste dispuesto a dar tu vida por proteger a esa anciana y…

 

—¡Un momento! —interrumpió Draco, riéndose incrédulamente—. En ningún momento pensaba yo arriesgar mi vi…

 

—… y por lo mismo —prosiguió Snape, como si no lo hubiera escuchado—, te será otorgado un regalo. —Snape se cruzó de brazos, adquiriendo esa temible postura que había hecho temblar a todo el alumnado en Hogwarts. Allá, en aquellos buenos años de su reinado de terror en las mazmorras.

 

Draco negó con la cabeza, dando otro paso hacia atrás.

 

—Yo no quiero nada. Tengo todo lo que necesito para ser feliz.

 

Snape arqueó una ceja.

 

—¿Seguro? ¿Nada de nada?

 

Draco asintió muy convencido.

 

—Nada de nada. Como se lo dije hace un momento, tengo todo para ser feliz.

 

Snape sonrió malévolamente.

 

—Muy bien, Draco. Tú lo has pedido y tu deseo te será concedido.

 

Draco comenzó a entrar en pánico.

 

—¡¿Qué?! ¡Yo no he pedido nada! Maldición, Snape, le digo que yo no…

 

Pero antes de que pudiera decir más, Snape sonrió más malignamente y desapareció en medio de una nube negra que recordaba mucho aquel remolino de túnicas en el que solía envolverse cuando era profesor.

 

—¡Snape! —gritó Draco, pero ya no obtuvo respuesta—. ¡Mierda! ¡Joder!

 

Aquello no le daba ninguna buena espina, y antes de que sucediera otra cosa, salió disparado del callejón. Por un momento casi se olvida del regalo de su madre, por suerte, antes de desaparecerse, pasó por fuera de la tienda de antigüedades. Regalándose la vista ante tantos bellos objetos, pronto se olvidó de Snape y su loca propuesta.

 

Despertó a la mañana siguiente, reconociendo el tacto de las sábanas y la luz que se colaba por las enormes ventanas, dándose cuenta de que no estaba en su penthouse, sino en su habitación de la Mansión. Sin abrir los ojos aún, recordó que esa mañana era Navidad y que la noche anterior había acudido ahí a cenar con su madre.

 

—Cierto… —masculló con voz pastosa—. Navidad.

 

—Así es, amor… —dijo una voz masculina justo a su lado, y Draco abrió los ojos a la velocidad de la luz—. Hoy es Navidad… Feliz Navidad para ti, Draco.

 

El grito que Draco emitió cuando descubrió a Harry Potter acostado con él en su cama, inclinándose hacia él para besarlo después de haberle dicho “Feliz Navidad”, fácilmente podía haber despertado a los muertos (sí, incluso a su padre. O a Snape. Maldición). De un empujón, hizo que Potter cayera de espaldas hasta el suelo.

 

Draco se levantó a toda prisa, presa del pánico y mirando azorado hacia el cretino desvergonzado cuatro ojos (aunque en ese momento no era cuatro ojos, pues no traía sus anteojos), que, a su vez, lo observaba atónito sentado en la alfombra, vestido con un pijama y bastante despeinado, como si en realidad sí hubiera dormido ahí con Draco.

 

—¡Potter! —exclamó cuando pudo recuperar la voz—. ¿Qué, qué…? ¿Qué significa ESTO?

 

Potter frunció el ceño, comenzando a incorporarse. Tenía en la cara un gesto dolido, como si hubiera estado esperando que Draco lo recibiera con los brazos abiertos. ¡Habrase visto!

 

—¿Qué? ¿Que qué significa? ¿La Navidad? —preguntó Potter con gesto extrañado—. Pues regalos, y buenos deseos, y cena familiar, y…

 

Draco se llevó las manos a la cabeza.

 

—¡NO, imbécil! Me refiero a qué diablos sig…

 

—¡Draco! —gritó la voz de su madre desde la puerta abierta. Draco se giró hacia ella, aliviado de su presencia. Tal vez Narcisa supiera explicarle en qué maldito momento Potter se había colado hasta su cama. Sin embargo, para mayor extrañeza de Draco, su madre llevaba en brazos a un niño pequeño, tal vez menor de un año de edad—. ¿Qué significan tantos gritos la mañana de Navidad? ¡Has despertado a tu hijo!

 

Draco la miró boquiabierto, pasando sus ojos de la cara de su madre hacia aquel niño que llevaba y, ella decía, era hijo suyo. El bebé, que lo miraba con alegría y con un hilo de baba escurriéndole desde la boca y por toda la mandíbula, era extraordinariamente parecido a él, tanto, que a Draco le pareció estar mirando una de sus fotos de bebé.

 

Sólo que el niño, en vez de ser rubio, tenía el cabello negro. Profundamente negro. Negro azabache, despeinado como nido de ratas y extraordinariamente parecido al de…

 

Draco giró su cabeza hacia Potter, quien, con aire indignado, le dio una dura mirada a Draco antes de caminar hacia Narcisa y ofrecerle sus brazos al bebé.

 

El niño, feliz de la vida, brincó de gusto en los brazos de la madre de Draco antes de arrojarse hacia los de Potter.

 

—¡Eltanin! —exclamó Potter, cogiendo a un muy entusiasmado crío—. ¡Ven a los brazos de papá!

 

Y con eso, Draco cayó directo hasta el suelo. Pero aún antes de desmayarse, tuvo perfecto tiempo para maldecir a Snape.

 

 

 

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