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Manual del Perfecto Gay - Fanfiction Harry Potter
Perlita loves Quino's work
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PerlaNegra - Harry Potter Slash Fanfiction

De Rodillas

Capítulo 1

 

Viernes 20 de septiembre del 2004, 11:34 p.m.

 

Revisé mi varita. Me quedaban quince hechizos. Mierda. Sólo tenía quince hechizos para lo que restaba del mes. Y este año, el otoño se había adelantado. Lo que significaba que tendría que elegir entre conjurar encantamientos para calentar mi cuarto o usar mi ración mensual de magia para hacer las faenas de limpieza más pesadas en El Profeta.

 

Apreté fuertemente mi boca y luché contra las ganas de gritar “Jódanse” a las decenas de cubos de basura que ya había vaciado y al centenar de metros cuadrados de piso que ya había barrido, porque el resultado final era que yo necesitaba ese trabajo. Cuatro años en Azkaban no se desvanecían del recuerdo de nadie. Había solicitado trabajo en no menos de veinte sitios, y había sido violentamente echado de dieciséis de ellos. En los otros cuatro me habían arrojado encima a sus perros.

 

—Ese no es mi problema, Malfoy —había canturreado Weasley después de que yo regresara a su oficina con las manos vacías, con una mordedura de perro sanando en uno de mis brazos—. Las reglas de tu libertad condicional establecen que debes tener pruebas de que has encontrado trabajo antes de cumplir las dos semanas de tu liberación. Creemos que es un problema de actitud que otros seis meses en Azkaban podrían curar. Lo que pasa es que no estás tratando lo suficientemente duro.

 

No estaba tratando lo suficientemente duro. Típico mortífago holgazán, que sólo se moría por regresar a su celda de lujo en Azkaban.

 

Al siguiente día, cuando me aparecí con una prueba por escrito de que había encontrado trabajo –gracias a Hugo Greengras-, la decepción de Weasley era tan evidente que casi me temí que me diera un puñetazo de pura frustración. Pero entonces leyó que yo había sido contratado por El Profeta para cubrir el puesto del conserje nocturno bajo un sueldo miserable; apenas sí sería algo más que un elfo doméstico glorificado.

 

—El trabajo perfecto para el hurón cabroncete que eres —sonrió él. Si no podía mandarme de regreso a Azkaban, se aseguraría de que mi vida afuera de la prisión fuera un verdadero infierno.

 

Un piso más que limpiar y entonces podría salir. Ya era fin de semana. Joder, esa noche me dolían las rodillas. Usando mi escoba como bastón, me incliné sobre ella para aligerarme un poco de mi propio peso mientras recorría la oficina. Vacié todos los cubos de basura, barrí todo el piso alrededor de cada escritorio. La mayor parte de la gente ni siquiera se molestaba en arrojar la basura al cubo; tiraban sus porquerías al mismo suelo. Dejen que el mortífago la recoja. Lo cual, yo hacía. Porque ese era mi trabajo.

 

Y aquella cabrona de Brown. Su idea de diversión era mandarle a todo el mundo cartas llenas de brillitos, por lo que yo tenía que invertir gran cantidad de mi tiempo en barrer cerca de su escritorio. Brown escribía la columna de consultas sentimentales. Sus consejos siempre eran pura mierda. Me pregunté cuántas vidas habría jodido con sus insípidas respuestas.

 

Una rodilla se me trancó. Me detuve para frotarme.

 

—Muévete, pendeja —le supliqué. Había estado demasiado ahorrativo con el ungüento, intentando que me durara un par de días más. Al minuto que el clima había cambiado, seguramente Chalmers se había reído con gusto sabiendo que yo me estaría poniendo nervioso por lo mismo. Abre la boca, Draco. Si mañana conseguía levantarme de la cama, estaría en la botica del imbécil por la tarde, dándole mi botella sin decir palabra, esperando por más ungüento. El maldito sapo calvo se relamería y agitaría las manos por la expectación, seguido por un chillido: “Ah, sí, señor Malfoy, lo estaba esperando. ¿Vamos a la trastienda para proseguir con nuestros negocios?”

 

Yo moría por decirle, al menos una sola vez, decirle en voz muy alta, delante de todo el mundo: “No, maldito hijo de puta. ¿Qué te parece si te la chupo aquí mismo? Porque los dos sabemos que no tengo el dinero para pagarte el ungüento, pero si no lo compro, no puedo caminar. Considerando que mi boca en tu verga es la moneda en cuestión, bájate tu puta cremallera ya mismo”.

 

Aquel último período en San Mungo me había causado un odio patológico hacia los sanadores, quienes me pusieron en forma para que pudiera soportar el juicio. La ironía de eso fue que parecía que las sutilezas escapan de su entendimiento. Pertenecer al lado perdedor significaba hacerse de la vista gorda ante aquel viejo adagio: nunca hechices a nadie por la espalda. Fui muy afortunado de que nadie me hubiese asesinado… aunque, para ser francos, no podría haberlos culpado. Si mi familia hubiera sido víctima de los abusos a los que aquel demente sometía a la gente… Oh, esperen. Mi familia también estuvo, fue víctima de ello. Dado que los sanadores estaban curándome de maldiciones que me habían arrojado los partidarios de Potter, tuve la ligera sospecha de que mi sufrimiento de aquellas semanas fue poco más que una venganza.

 

¿Un mortífago en agonía? Nah, él no tiene tanto dolor. Déjenlo que aguante otros veinte minutos. Y, sí, soy paranoico, lo que para un Malfoy es otra manera de decir “inteligente”. Una prueba de lo mucho que odiaba el hospital era que prefería ir a chupar la verga de Chalmers en vez de regresar a ese lugar.

 

Destrabé mi rodilla y cojeé alrededor del escritorio de Brown, el cual estaba lleno de montoncitos de brillantina morada. Murmurando “perra, perra, perra” entre dientes, limpié la brillantina, me senté para recuperar el aliento, y leí la pila de correo para obtener mi diversión diaria. Adoraba leer las cartas que recibía Brown. Lo único más patético que las mismas cartas que le enviaban, eran las respuestas de ella. Que le pagaran tan bien por escribir semejantes estupideces, era mucho más que exasperante.

 

Inicialmente yo las leía sólo para reírme un rato, ya que la risa era algo que no existía mucho en mi vida por esos días –la ironía amarga estaba a punto de ser tan bueno como eso- y había aprendido a tomar placer en donde pudiera encontrarlo. Pero después de un par de semanas, yo mismo había comenzado a escribir respuestas a aquellas cartas a las que Brown todavía no contestaba, en parte para divertirme más, y en parte porque, aparte de las cartas que le escribía a mi madre, esa se convirtió en la única ocasión en la que podía expresar mi sentir. Recibir las mayores humillaciones veinticuatro horas al día, siete días a la semana, nunca había sido mi fuerte, y mis respuestas eran puro Draco Malfoy.

 

Esa noche, el botín no era menos histérico.

 

Querida Lavie.

 

Mi novio dice que soy una vaca. ¿Qué es lo que quiere decir con eso?

 

La Mugidora de Manchester.

 

La respuesta de Brown era la normal.

 

Querida Manchester.

 

Inicialmente Brown había escrito “Querida Mugidora”, pero luego lo había tachado. Merlín, sálvame de vivir entre idiotas.

 

Tu novio y tú están teniendo problemas de comunicación. Debes sentarte con él y mirarlo directo a los ojos. No permitas que se escabulla.

 

En ese punto había insertado un corazoncito, el cual era el logotipo de su firma. Fingí que me vomitaba para mi propia diversión.

 

Míralo directo a los ojos y dile: “Mi amor, no nos estamos comunicando. ¿Qué es con exactitud lo que quieres decir cuando me llamas así? ¿Cuál es el significado de la palabra “vaca” cuando te refieres a mí?” Te aseguro de que una vez que las líneas de comunicación estén abiertas, su relación tendrá bases mucho más firmes y seguras. Hazme saber cómo te va con esa conversación. Me importa mucho.

 

Cariños y muchísisimos besos,

Lavie.

 

Perra estúpida. Arrugué su respuesta y la arrojé lejos. No sólo había estado escribiendo respuestas a las cartas que ella no había contestado, si no que últimamente también me había estado consignando al cubo de basura las respuestas que todavía no mandaba y yo mismo escribía las mías. Ella ya les había dado a los elfos su copia para imprimir en el diario. Esas respuestas iban directo a los destinatarios.

 

Querida y despistada Bovina Suplente.

 

Lo que eso significa es que tú ya tienes a tu novio hasta la madre, y él está a punto de botarte. Será mejor que seas tú quien ría al último, así que dale una buena patada en el trasero y mándalo a la mierda, pero pronto. Esto es lo que tienes que decirle: “Es la última vez que me insultas, tarado impasible. La puerta de este establo se ha cerrado para ti.” Una vez que hayas mandado a la goma al pendejete éste, trabaja para mejorar tu autoestima. Deja de ser un imán atrae-imbéciles.

 

Saludos,

Lavender.

 

Como un bono extra, dibujé un círculo con una diagonal atravesándolo, y la palabra “imbécil” al centro.

 

¿Comunicación? ¿Con un hombre que le dice que es una vaca? Lanzarle una maldición que lo dejara sin testículos se acerca más a lo correcto. ¿Qué era lo que Lavender estaba pensando? Claro, la mujer seguramente era una vaca, pero, ¿por qué tenía que soportar los insultos de este idiota? Si vas a insultar a alguien, al menos que sea con una palabra que tenga más de cuatro letras. “Perra” tiene cinco letras en total.

 

La siguiente carta era mucho muy diferente a las típicas chorradas que solían llegar.

 

Querida Lavie.

 

Soy un hombre de más de veinte años. Me casé muy joven. Mi esposa es una persona maravillosa. Ella quiere que ya comencemos a tener familia, pero yo he estado dándole largas, lo cual nos ha traído problemas y discusiones. Tengo todo lo que pensé que necesitaba para ser feliz. Una casa bonita, un trabajo grandioso, una esposa fantástica. Las cosas van muy bien. Honestamente, la idea de tener una vida así fue lo que me mantuvo con vida durante la guerra. Quería tener hijos, pero recientemente creo que me he sentido atraído por otros hombres, y eso me aterroriza. ¿Deberé comenzar una familia? Antes de casarme no tuve muchas experiencias sexuales, y me he estado preguntando si será sólo que tengo curiosidad. Quiero decir, tener curiosidad no significa que sea gay, ¿o sí?

 

Triste.

 

Brown no había respondido esa carta, lo cual no me sorprendía; cualquier problema más allá de jóvenes mujeres tratando de atrapar marido quedaba fuera de su conocimiento. Su cerebro sólo funcionaba en un sentido. Lo más seguro era que, por la mañana, le daría esa carta a su asistente, que era una mujer igual de frívola que hacía juego con la insipidez de Brown, y quien seguramente tampoco podría darle a este pobre y patético baboso la respuesta que se merecía.

 

Bueno, yo podría.

 

Querido Triste.

 

¿Estás demente o qué? Por favor, que ni siquiera se te ocurra tener niños si tienes la más ligera sospecha de que eres gay. Al menos que a tu esposa no le moleste compartir tu verga. Con otros hombres. Sal a la calle, busca un hombre que se relama ante la vista de tu trasero e invítalo a ir contigo. No es ninguna aritmancia. Si la mano de otro hombre sobre tu pene te hace gritar “Sacúdemela ya en este instante o te mato”, creo que está bastante claro para cuál lado bateas. Puedo asumir que tú y tu esposa tienen algún tipo de acuerdo tácito para no engañarse mutuamente. En este caso, son tonterías. Es mucho mejor que la “engañes” con uno en este momento, que encontrarte a ti mismo en diez años escapándote a Londres para ligar hombres en bares porque el sexo con tu esposa será como hacerlo con una botella de leche.

 

Puede ser que sólo tengas curiosidad, considerando que no tuviste mucha experiencia sexual antes de casarte –lo cual yo asumí como su manera de decir que sólo había sobado a su esposa y que eso fue lo más lejos que pudo llegar antes de su noche de bodas- o puede ser que realmente seas gay. Si amas a tu esposa, hazle un favor y descubre qué es exactamente lo que quieres. Ella es lo suficientemente joven como para comenzar de nuevo con alguien más. ¿Así o más claro? Negar que eres gay y después admitirlo ante tu esposa cuando tenga cuarenta y cinco años es garantía segura de que lanzara en tu dirección al menos tres hechizos diferentes de castración. Y yo no la culparía.

 

Saludos,

Lavander.

 

La respuesta de Brown seguramente habría sido alguna diatriba histérica a favor de la santidad del matrimonio y lleno de referencias disfrazadas de que nuestro rol en la tierra era engendrar niños, los cuales, también, tarde o temprano se casarían. Yo sospechaba que Brown recibía sobornos de parte de organizadores de bodas y de proveedores de guarderías, porque todos sus consejos estaban encaminados a llevar a la gente ante el altar o hacia la sala de maternidad del hospital.

 

Pero bueno. El malvado no merece descanso, es hora de regresar a trabajar. Puse las dos cartas que había escrito en sendos sobres, las arrojé a la trampilla de correo para que salieran en las lechuzas de la mañana, y comencé a empujar mi escoba. Pobre tonto. Me daba lástima. No era como si yo nunca hubiera tenido dudas acerca de mi lado a la hora de batear. Si la guerra no hubiera jodido todo, claro está. Hubiera hecho lo tradicional y me habría casado para mantener la línea de los Malfoy. Pansy y yo ya teníamos todo resuelto. Ella iba a ser la señora Malfoy, y una vez que yo hubiera cumplido con mis obligaciones familiares, habría salido de casa y hecho exactamente lo que le acababa de aconsejar al señor Triste Patético Idiota que no hiciera: recorrer los bares para ligar hombres cada vez que tuviera oportunidad. Al menos había obtenido algo positivo cuando el Ministerio había confiscado todos los valores de los Malfoy: podía follar con quien yo quisiera. Como no tenía nada para heredar, pues no necesitaba casarme para tener herederos. A pesar de que la idea de que la línea de los Malfoy muriera conmigo no me terminaba de agradar, tenía que admitir que mis perspectivas eran inexistentes desde que Pansy había muerto.

 

Mi querida Pansy. Su risa gutural, siempre surgiendo rápida cuando yo le decía una broma…

 

Si no hubiera estado pensando en Pansy, no me habría tropezado con el cubo de basura. No me habría golpeado la cabeza contra el escritorio que estaba frente a mí. Y no habría terminado en el hospital con una conmoción cerebral.

Sábado 21 de septiembre del 2004, 7:34 a.m.

 

A pesar del dolor y del sobrecogedor sentido de desconexión, al despertar inmediatamente supe en dónde me encontraba. El brutal y fuerte olor a desinfectante y las puntas de mis dedos picándome por culpa de las sábanas demasiado almidonadas, significaba una sola cosa: San Mungo.

 

La cabeza me punzaba, y seguramente me había golpeado la rodilla derecha cuando me caí porque me dolía muchísimo, como si fuera el culo y me hubieran follado seis al mismo tiempo. La combinación del almidón y del residuo que dejaba el Encantamiento Desinfectante jugaba a su antojo con mi nariz. Estornudé, lo que hizo que todo me doliera un millón de veces más. No sabía si sostenerme la cabeza o la rodilla.

 

—¿Está usted despierto, señor Malfoy? —preguntó una voz severa.

 

Lentamente, abrí los ojos. Una enfermera estaba parada a mi lado. Los nudillos de la mano con la que sostenía un orinal contra su estómago, brillaban de tan blancos.

 

—Si va a vomitar, hágalo ya. No quiero estar cambiando sábanas.

 

Basándome en la manera salvaje con la que sostenía el orinal y en la expresión de su cara, supe que ella había perdido a alguien en la guerra por culpa de los mortífagos, y sólo necesitaba una pequeña excusa para golpearme con esa cosa que traía entre las manos hasta hacerme pulpa. Vomitar sobre las sábanas seguramente bastaría. Ni siquiera me estaba viendo a la cara. Estaba mirando mi brazo. Mi marca.

 

Metí mi brazo marcado bajo las sábanas y le hice una seña con la mano del otro para que se alejara. Cerré los ojos.

 

—Quédese despierto —ladró ella—. El sanador necesita examinarlo otra vez. Sospecha que usted tiene una conmoción cerebral.

 

Una conmoción sonaba bien. En Azkaban me habían golpeado varias veces, y este confuso dolor se sentía como la vez que un auror había quebrado una silla contra mi cabeza. Abrí los ojos.

 

—¿Ya me ha visto un sanador? —logré preguntar con voz ronca.

 

—Sí. Lo vio cuando lo trajeron vía chimenea, pero hubo una urgencia y lo llamaron. Regresará en breve. Ha sido una noche atareada —resopló la enfermera—. Siempre estamos muy atareados para sanar a los que son de la calaña de usted.

 

—Bueno —murmuré—. No soy nadie pero…

 

—Malfoy —dijo Potter mientras entraba al cuarto.

 

Por supuesto. Potter.

 

No había cambiado mucho. Continuaba siendo muy delgado; la bata del hospital le quedaba holgada. La cicatriz, continuaba prominente, medio escondida debajo de una capa de cabello oscuro, el cual ya había comenzado a teñirse con tonos de gris. La única diferencia visible era la ausencia de sus anteojos marca Potter. El romance que El Profeta sostenía con él continuaba hasta ese día. Yo no tenía ni seis días de haber salido de prisión cuando ya sabía que Potter se había casado con la comadrejilla justo después de que me hubieran encerrado, que estaba en su último año de residencia en San Mungo, que su esposa era la buscadora de las Holyhead Harpies, que vivían en Hogsmeade y que tenían una perra labrador llamada Babitas.

 

Mientras yo me consumía en Azkaban –mi carrera a elegir se limitaba a decidir entre morirme de hambre o chupar la verga de aquel imbécil-, Potter había decidido convertirse en sanador. Lo cual tenía sentido en una manera patética y completamente predecible. La fanática necesidad que tenía Potter de andar salvando gente encontraría una salida natural y diaria en la sanación.

 

Caminó hasta mi cama y me ofreció la mano con el aire experto de quien hace eso cien veces al día. Se la tomé por un breve momento, sonriendo en privado por la ironía. Me llevó trece años, cuatro de ellos en una celda de la prisión, para que Potter por fin me diera la mano.

 

—Alguien en El Profeta te encontró desmayado en el suelo. Asumió que estabas ebrio…

 

—¡No estaba ebrio! —grité. Cristo, eso era lo único que me faltaba para que me despidieran. Alguien corriendo rumores de que me emborrachaba en el trabajo.

 

—No te sulfures. Cuando te giré, vi la contusión en tu sien. Te tropezaste y te golpeaste la cabeza, ¿no? —La voz de Potter era fría, profesional, distante. Nadie que nos escuchara a los dos pensaría que nos habíamos conocido (y odiado) desde hacía más de trece años.

 

Respiré profundamente, tratando de contener el pánico. Entonces, todo estaba bien. Sabían que no había estado ebrio.

 

—Aparentemente. Recuerdo que me caí con un cubo de basura, y luego, nada.

 

—Siéntate —ordenó Potter—. Estás hecho un jodido desastre, Malfoy. ¿Qué te pasó en el cuello?

 

—Me afeité —gruñí.

 

—Necesitas practicar tus encantamientos para afeitar. Parece como si te hubieras afeitado con una hoz. Con los ojos cerrados.

 

Y así se sentía. Esos días había estado usando de ésas maquinillas para afeitar muggles, las cuales eran muy baratas. No podía desperdiciar mi preciosa asignación mensual en encantamientos para afeitar. Esa tarde, cuando me había afeitado, mis manos estaban tan rígidas por culpa del frío que apenas sí podía sostener la maquinilla, olvídate de blandirla con precisión.

 

—A ver. —Sanó las heridas con un leve floreo de su mano—. Ahora, sigue con la vista la punta de mi varita.

 

Cada vez que nos habíamos encontrado no había habido nada entre nosotros más que sólo enojo, perpetuamente cocido a fuego lento. Pero ignoré eso; entre más obediente me portara, más rápido me iría a casa. Obedecí, tratando de no hacer muecas por el esfuerzo de seguir la punta de la varita de Potter mientras iba y venía por todo mi campo visual. Entonces, Potter tocó mi frente con ella y las punzadas borrosas se detuvieron.

 

—Una ligera conmoción, pero nada que un par de días en cama no pueda curar. Accio sujetapapeles. —Un sujetapapeles con un gran fajo llegó volando a través de la puerta. Potter escribió un par de palabras y firmó el papel—. Aquí tienes un comprobante para el trabajo. ¿Qué es lo que haces en El Profeta?

 

—Soy el conserje nocturno. Limpio la mierda de los demás.

 

A su favor, Potter no sonrió burlesco y trató de disimular su sorpresa.

 

—Oh, eh… no vayas al trabajo hasta la siguiente semana.

 

Como si pudiera hacer eso. Si no trabajaba, no ganaba nada.

 

—De acuerdo —dije, y de todas maneras tomé el papel que me daba.

 

—¿Algo más que te esté molestando? He estado aquí más de doce horas y todavía tengo un infartado y un caso de neumonía antes de que pueda irme a casa. Si tú estás bien, entonces hemos terminado.

 

Me tendió la mano para despedirse. La última cosa que yo quería hacer era pasar más tiempo ante la presencia de Potter, pero ya que estaba ahí, también podía sacar ventaja de su habilidad si eso significaba posponer la mamada mensual de Chalmers. Por otra parte, gustosamente prefería tragarme mi orgullo en vez de la asquerosa corrida de aquel pervertido.

 

—Las rodillas me duelen mucho, especialmente la derecha. Debo haber caído sobre ella.

 

Potter no dijo nada, pero su boca se tensó. Logré tragarme una réplica impertinente y en vez de eso mascullé algo entre dientes que esperaba hubiera sonado como un “Por favor” lo suficientemente amable.

 

—Coloca tus piernas colgando a un lado de la cama —ordenó Potter, con un tono que decía “terminemos con esto de una vez”.

 

Hice un gesto de dolor cuando moví las piernas por encima del colchón. La boca de Potter se tensó más.

 

—No estoy fingiendo, maldito estúpido —espeté.

 

—Claro —ladró Potter como respuesta y masculló “Hipogrifo” entre dientes. Agitó su varita sobre mis rodillas con un rápido y somero movimiento. Luego, la agitó de nuevo. Y otra vez.

 

—Enfermera Swift —llamó Potter, y la mujer que quería matarme asomó su cabeza dentro del cuarto—. Dígale a Vickery que vea al paciente de la habitación diez, y a Saunders, el de la habitación cinco, si me hace el favor.

 

—¿Seguro, señor Potter? —preguntó ella, todo el tiempo asesinándome con la mirada.

 

—Muy seguro, enfermera. Gracias —añadió Potter con aire distraído, todavía agitando su varita sobre mis rodillas y trazando complicados diseños con ella.

 

Con la boca formé la palabra “Jódete”, dirigiéndome hacia la enfermera antes de que ella sacara la cabeza de mi cuarto.

 

—Vi eso, Malfoy. Abstente de abusar verbalmente de mi personal. La única razón por la que no saco a patadas tu grosero trasero de aquí, es porque no estás “fingiendo”. Tus rodillas están seriamente dañadas, Malfoy, y no es sólo por el golpe de esta noche. Tienes una artritis de consideración en ambas rodillas. ¿Cómo puedes caminar?

 

—No muy bien —admití, por alguna razón sintiéndome infantilmente reivindicado—. Todo el tiempo me duelen, las hijas de puta.

 

—¿Esto se siente mejor? —La varita de Potter danzó por encima de mis rodillas con una complicada serie de movimientos.

 

¡Por Jesucristo! Por primera vez en cuatro años, el dolor de mis rodillas desapareció. Levanté la vista y lo único que pude hacer fue mirarlo fijamente.

 

—¿Mejor? —me preguntó otra vez.

 

Asentí.

 

—Pero me temo que es sólo temporal. Va a llevarse un largo tratamiento antes de que podamos llegar al punto donde te sientas cómodo, al menos. Mándame una lechuza la siguiente semana para darte una cita.

 

—Lo haré —mentí.

 

—Bien —dijo Potter distraídamente mientras continuaba agitando su varita. Continuaba sonando como un bobo, aunque eso parecía ser más un remanente de su niñez que una evidencia de incompetencia, si mis agradecidas rodillas servían como prueba de ello—. ¿Cómo demonios te dañaste tanto las rodillas?

 

¿Qué podía decirle que estuviera lo suficientemente cerca de la verdad y que lo dejara contento? Quizá menos era mejor que más.

 

—Azkaban es muy frío durante el invierno, Potter —le respondí, tratando de mostrar un vestigio de mi vieja y arrastrada manera de hablar.

 

Potter levantó la mirada.

 

—He tratado a muchas personas que han estado en Azkaban. Nadie tenía una artritis tan grave como la que tú tienes en las rodillas. Necesito saber qué te ocurrió para poder tratarte.

 

Oh, mierda. Grandísima mierda. Potter no iba a dejar que me fuera si no se lo confesaba primero. De acuerdo. Después de todo, Potter ya estaba crecidito.

 

—Mi celda era una de las más húmedas de Azkaban. Permanecía inundada los doce meses del año, y durante seis de esos meses la temperatura ambiente en el piso estaba varios grados bajo cero. Podías patinar sobre el hielo. La hermana de mi guardia fue asesinada por un mortífago. No yo, si es que te importa saberlo. Creo que fue mi tía Bella, pero eso no importa. Si quería comer mis tres alimentos al día, tenía que disculparme ante él durante una hora. De rodillas. Y luego, tenía que chupársela. No me dejaba comer hasta que se corría. A veces, parecía tardar siglos. Ergo, las rodillas jodidas.

 

La mandíbula de Potter había caído hasta algún lado del suelo cuando dije “chupársela”, y no se cerró hasta que dejé de hablar.

 

—Y-yo… yo —tartamudeó y luego negó con la cabeza.

 

—No me crees.

 

Potter no respondió, sólo continuó mirándome con esa expresión de estúpido en su cara. Yo tenía la esperanza que me dijera: “Por supuesto que está bromeando, ¿no, señor Malfoy?”

 

—El guardia tiene un lunar en la parte interior de uno de sus muslos. Su testículo derecho es más grande que el izquierdo. También tiene una salchichita, no mayor de diez centímetros. Erecta. Revisa eso, Potter. Verás que no estoy mintiendo. —El fuego lento con el que se cocía nuestro enojo se había ido y ahora sólo había rabia ardiendo sin control—. Quizá hasta permita que lo veas mientras viola al pobre infeliz que tenga ahora bajo su cuidado. Lárgate a aliviar a tu infartado.

 

Potter palideció.

 

Yo no estaba avergonzado de mi confesión. Había comenzado a reevaluar lo que anteriormente había creído que era el orgullo. El tipo de orgullo que solía fomentar –los Malfoy no chupan vergas que no quieren chupar— significaba que sólo comería dos días a la semana (afortunadamente, el guardia del fin de semana prefería los coños). Por tanto, tuve que echar mano de un nuevo tipo de orgullo, uno que mantenía el “Draco” en mí, intacto. Cada acto repugnante que hice, lo hice en el nombre de la supervivencia. Cada semana me llegaba una carta de mi madre, y el simple hecho de ver aquel “Querido Draco” escrito con su hermosa y refinada caligrafía, me recordaba quién era yo. Que yo era alguien por quien valía la pena luchar. Sólo tenía que recordar que yo era un Malfoy y que chupar aquellas vergas no significaba que yo fuera menos Malfoy.

 

Y esa fue la verdad clave, a través de las mamadas, las golpizas y las humillaciones diarias, lo que de alguna manera me mantuvo con vida. El orgullo se arrodilló junto a mí y chupó a aquel guardia hasta dejarlo seco porque en cuatro años yo saldría de ahí. Cada mamada era una mamada más cercana a la libertad. En mi último día, le sonreí. Porque yo había ganado. Porque el guardia se había estado muriendo porque yo me arrojara contra él en un ataque de rabia. Nada le habría proporcionado más placer que el poder ejecutar un Avada Kadavra sobre mí en “defensa propia”.

 

Ese mismo orgullo ahora me ayudaría a soportar el tiempo que durara mi libertad condicional, y me haría darle a la comadreja la misma sonrisa que le di al guardia y la misma seña obscena justo antes de desaparecerme fuera de su oficina por última vez. Ese mismo orgullo iba a sacarme de San Mungo y ayudarme a regresar a mi cuarto, donde haría un hoyo en mi cama acompañado de un libro durante los siguientes dos días, sin preocuparme por la maldita brillantina en el suelo, ni de los cubos de basura llenos de asquerosidades, ni de que si mi rodilla aguantaría hasta el final de mi turno, ni de que si Potter me creía o no. Podía coger sus impactadas sensibilidades y joderse el culo con ellas.

 

¿Qué creía él que sucedía en Azkaban? ¿Qué los guardias y los prisioneros organizaban veladas y torneos de canasta para pasar el tiempo? Me salí de la cama y me paré junto a ella. Podía estar de pie sin caerme y no dolía. Eso era jodidamente bueno. Arrojé mi bata del hospital al suelo, cogí mi ropa de la silla que estaba junto a la cama y comencé a vestirme. Quizá podría conseguir dos lotes de ungüento si le daba a Chalmers una mamada tan espectacular que lo hiciera pensar que su verga se había mudado a Francia y estaba nadando en champán debajo del Arco del Triunfo.

 

Por mucho que me hubiera encantado salir como tromba de la habitación, me sentía demasiado tembloroso por culpa de la conmoción. La indignación en su más alto punto quedó olvidada, pero todavía era posible esforzarse por un poco de dignidad. Algo más que había aprendido en Azkaban: la dignidad es una profecía que tiende a cumplirse por su propia naturaleza.

 

Sin mirar a Potter ni una vez, me subí mis pantalones, me abroché el cinturón y elevé mi cabeza lo más que pude.

 

—Vete al infierno, Potter —le dije mientras salía lentamente del cuarto, aunque iba preguntándome si tendría las fuerzas suficientes para llegar hasta el Caldero Chorreante.

 

Ya había llegado ante el ascensor cuando escuché a Potter llamándome. Oprimí el botón tres veces en rápida sucesión. Vamos, maldito, rogué, confiando en que eso hiciera que esa cosa infernal se moviera con más velocidad. No quería verle la cara a Potter de nuevo, no en mi estado actual. Lo que una pequeña caminata me había provocado. El sudor me escurría por la espalda, empapando mi camisa. De verdad, de verdad yo no quería que Potter me viera así.

 

—Malfoy, no seas idiota. —Me agarró de un brazo—. Aparécete en tu casa.

 

Me llevé una mano húmeda hasta la frente y me limpié el sudor que tenía acumulado ahí.

 

—No lo tengo permitido. Me aparezco y tu Weasley regresará mi culo a Azkaban antes de que puedas decir “Bienvenido de nuevo a tu celda, Malfoy”.

 

—¿No lo tienes permitido? —repitió Potter—. ¿Cómo te vas a tu casa?

 

—Camino hasta el Caldero, uso la red flu hasta mi casa desde ahí —susurré y me incliné contra la pared. Sentí que si no lo hacía, me caería.

 

—Ni siquiera traes una capa —masculló Potter, ayudándome a llegar hasta una silla—. Quédate aquí y no te muevas. Si sientes que vas a desmayarte, pon la cabeza entre las piernas.

 

De repente, Potter estaba sacudiendo mi hombro y preguntándome mi dirección. Debo haber perdido el conocimiento.

 

--Knockturn Alley, el cuarto que está arriba de la librería de segunda mano de Mycroft —murmuré. Potter jaló de mí hasta levantarme y me abrazó fuertemente. El tirón de la aparición me arrastró del estómago hasta sacarlo de mí.

 

 

 

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