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Manual del Perfecto Gay - Fanfiction Harry Potter
Perlita loves Quino's work
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PerlaNegra - Sherlock Slash Fanfiction

Como arena en un instrumento de precisión

Capítulo 3

 

Lo siguiente que escuché fue una voz apagada que yo conocía muy bien y que, sin embargo, se oía tan lejos de mí que tuve que pelear por concentrarme en oírla y en tratar de recordar a quién pertenecía. Por alguna extraña razón los pensamientos parecían huir de mi cerebro y me hacían sentir como un cazador de mariposas con la red rota: cuando creía que estaba a punto de atrapar una idea o un recuerdo, éstos simplemente se deslizaban como escapando por un agujero. Intenté pensar, intenté abrir los ojos, intenté moverme… pero no podía hacer nada. Al cabo de un rato llegué a una conclusión que me desconcertó y me tranquilizó a partes iguales: eso que estaba oyendo era la voz de una mujer.

 

¿Sería la señora Hudson que por algún motivo se había colado a mi cuarto a despertarme? Y ahora que lo pensaba, ¿por qué yo no podía recordar ni siquiera cómo y a qué hora me había acostado la noche anterior?

 

Sin rendirme y peleando contra aquella bruma que parecía inundar mi cerebro, continué ordenándoles a mis músculos que se movieran, demasiado desesperado como para claudicar. Al fin mi cuerpo pareció responder, y podía escucharme a mí mismo emitiendo gemidos y gruñidos de impotencia. Entonces –aparentemente envalentonada por mi lucha por despertar-, la mujer que yo escuchaba hablar pero a quien no le comprendía palabra alguna, comenzó a llamarme con algo que sí pude entender demasiado bien: mi propio nombre.

 

—¡John! ¡John! ¡JOHN HAMISH WATSON! —bramó la mujer justo a mi lado—. ¡Deja de hacer el remolón y despierta de una puta vez!

 

Yo gruñí de nuevo al reconocer aquella melodiosa voz y aquel florido lenguaje. Había una sola dama en todo el mundo que me llamaba por mis dos nombres de pila y que se expresaba con aquella elocuencia. Era la hermana mayor que casi nunca veía: mi querida Harry Watson.

 

Luchando con todas mis fuerzas para abrir los párpados (¿Por qué me costaba tanto trabajo despertar y por qué, en nombre de todo lo sagrado, estaba Harry en mi habitación de Baker Street?), al fin conseguí echar un vistazo a mi alrededor y lo primero que pensé fue "Joder... ¡Blanco!"

 

—Oh, por Dios —gimoteé, dándome cuenta de que tenía la boca terriblemente seca, de que la cabeza me dolía tanto que parecía que me la habían partido en dos y de que estaba en un sitio que parecía haber sido lavado completamente con blanqueador.

 

Y supe que ése no era mi cuarto.

 

—John, ¿cómo te sientes, amigo? —preguntó en tono preocupado otra voz que también me resultó bastante conocida.

 

Giré la cabeza (no sin sentir que se me caía a pedazos) hacía donde había provenido esa última voz. Era mi amigo Bill Murray, el enfermero que me había salvado la vida en Afganistán. Yo tenía la visión un tanto borrosa en ese momento, pero jamás podría no reconocer al viejo camarada que estuvo a mi lado en aquella tierra olvidada por la mano de Dios. Pero el verlo a él ahí a mi lado, con su cuerpo esbelto, su cabello negro y su mirada preocupada, me hacía pensar en alguien más que no podía concretar.

 

Mientras trataba de digerir aquella extraña información recibida por mis sentidos, sentí que estaba volviéndome loco con todas las preguntas que ya bullían en mi mente. ¿Qué demonios estaba pasando ahí?

 

—¿Bill? —dije roncamente—. ¿Qué… qué…?

 

—Oye, oye, tranquilo —dijo Harry, poniéndome una mano sobre el pecho, su figura de formas generosas y su cabellera rubia y rizada inclinándose sobre mí—. No te alebrestes o los médicos nos sacarán a patadas de aquí.

 

Harry, mi hermana lesbiana con la que realmente nunca me había llevado muy bien, movió su mano sobre mí, acariciándome torpe y nerviosamente, mostrando una ternura bastante inusitada en ella.

 

Algo dentro de mí me dijo que si ella estaba así de preocupada, era porque yo en verdad tenía que estar en serio riesgo de salud.

 

—¿Voy a morirme? —les pregunté a los dos, dándome cuenta de que ese lugar tan resplandeciente y blanco (y que apestaba a desinfectante) no podría ser otra cosa que un cuarto de hospital.

 

La mano de Harry se retiró de mí.

 

—¡Claro que no vas a morirte, John, no seas idiota! —dijo ella, fingiendo una risa—. Eres un hueso demasiado duro de roer, ¿no? Héroe de guerra y todas esas monsergas de las que tanto te enorgulleces siempre.

 

Sin estar muy seguro de creerle o no, miré a mi alrededor para cerciorarme si había alguien más en el cuarto. Algo en el fondo de mí esperaba ver a otra persona ahí, pero sólo estaban ellos dos y nadie más. Sintiéndome algo decepcionado de eso, observé que junto a mi cama había otra vacía, y a la derecha, una gran ventana que daba hacia la calle y por la cual ya entraba con timidez la luz grisácea y gélida tan típica del amanecer londinense.

 

Ya era de mañana. Pero, ¿de cuál mañana? ¿Qué había pasado para que yo terminara ahí?

 

—Sufriste de una conmoción cerebral leve —comenzó a explicarme Bill en un tono que intentaba sonar tranquilizador y que me hizo mirarlo a él en vez de a la ventana—. Aunque he de confesarte que ya nos tenía bastante preocupados el que no despertaras —dijo mi amigo. Señaló hacia mi hermana con un movimiento de cejas y continuó—: Cuando los médicos nos dijeron que si no despertabas antes del mediodía era porque tal vez tenías un daño permanente, Harry no dejó de gritarte, empeñada como estaba en que recuperaras el conocimiento. Gracias a Dios que lo logró.

 

Él y Harry se rieron nerviosamente y yo hice todo lo que estuvo de mi parte para lograr esbozar aunque fuera una débil sonrisa. Pero sólo pude mirarlos sin decir palabra, tratando de procesar aquello, intentando recordar cómo era que había parado en el hospital con una conmoción cerebral. ¡Con razón me dolía tanto la maldita cabeza! Pero, ¿qué había pasado?… cerré los ojos, buscando en mis memorias. Recordé el caso del pelirrojo que nos había llevado hasta la bóveda de un banco… Un agujero en el suelo y varios bandidos saliendo de él.

 

Oh, Dios mío, ahora podía verlo… ¡Uno de ellos se lanzó sobre mí y me golpeó! Y luego, ¡disparos!

 

¡Sherlock!

 

Abrí los ojos de repente, percatándome por primera vez de que era Sherlock el que faltaba ahí.

 

Hice el amago de querer levantarme, pero al tratar de apoyar los codos sobre la cama descubrí que no podía mover el brazo izquierdo.

 

—¿Qué… qué diab-diablos? —balbuceé, mirando hacia abajo y viendo mi brazo envuelto en vendas e inmovilizado contra mi pecho.

 

—¡Hey, tranquilo! —exclamó Bill, dando un paso hacia mi cama y obligándome a quedarme recostado. Me empujó con suavidad hasta que me rendí y dejé de tratar de incorporarme—. Tienes una contractura muscular en el antebrazo. Nada grave, pero debes dejarlo quieto por algunos días. Lo sabes, ¿no?

 

Frustrado, me dejé caer sobre la almohada y lo miré con enojo. Las imágenes de lo ocurrido en la bóveda del banco habían llegado hasta mí tan frescas como si acabara de mirar una película, y estaba realmente furioso conmigo mismo por haber permitido que aquel delincuente me sometiera a semejante paliza.

 

—Era karateka —dije sin mucha convicción y casi como tratando de justificarme yo mismo ante mis propios oídos.

 

Harry resopló.

 

—Sí, podemos decirles a los médicos que no tiene daño cerebral —le dijo mi hermana a Bill—. Es el mismo John de siempre: terco, necio, de pocas pulgas y que no sabe aceptar un error.

 

Bill apretó los labios como si intentara sofocar una sonrisa.

 

—No te preocupes, John. Se nota que sabía artes marciales, porque el tío te ha dejado…

 

—¿Qué fue lo que pasó? —lo interrumpí, desesperado como me encontraba por saber de Sherlock—. Recuerdo que hubo disparos, y si ninguno me dio a mí, ¿entonces…?

 

Volví a mirar alrededor. Sherlock no estaba. Sherlock no estaba. Pero eso no significaba que estuviera muerto, ¿o sí? Digo, siendo el sociópata que era, no podía esperar yo que el hombre estuviera allí velando mi lecho de hombre caído en cumplimiento de su deber. Él no era así, no era el tipo de hombres que hacían cosas de esa índole. No lo veía yo como los que visitan a un enfermo sólo para cubrir un compromiso social, porque él… porque para él no existía tal cosa llamada "compromiso social".

 

No, yo me negaba a aceptar que le hubiera pasado algo. Prefería mil veces que me hubiese abandonado ahí y saber que se había largado a viajar por el mundo antes de pensar que él estuviese… Dios, mi mente se resistía a siquiera pensar en la palabra.

 

—¿No lo recuerdas? —preguntó Harry y yo negué con la cabeza, arrepintiéndome de inmediato. ¡Cómo me dolía, la cabrona!

 

Harry y Bill intercambiaron una mirada de desconcierto.

 

—Supongo que perdió el conocimiento al mismo tiempo que sucedía el tiroteo —le dijo Bill a Harry, ignorándome como si yo no estuviese ahí.

 

—Mmmajá —respondió Harry—. ¿Y crees que es conveniente que seamos nosotros quienes le digamos?

 

—¡Harry! —grité lo más fuerte que pude (y que no fue muy alto, debo agregar con todo y vergüenza), el pánico comenzando a invadirme, la ausencia de mi amigo volviéndose terrible y sospechosa, la desgracia más insoportable de todas cerniéndose sobre mí—, ¿qué diablos pasó? Díganme por favor —les supliqué, casi histérico y muerto del miedo.

 

Harry me miró como si de pronto recordara que yo estaba ahí. Abrió mucho la boca, pero en ese preciso momento entró uno de los médicos de Barts acompañado de varios estudiantes y un par de enfermeras, las cuales, de inmediato comenzaron a trabajar sobre mí, midiéndome la presión y tomándome la temperatura. Se colocaron todos ellos alrededor de mi pequeña cama blanca, obligando a Bill y a Harry a recorrerse y a esperar de pie junto a la ventana.

 

—Doctor Watson —habló el hombre vestido con bata blanca mientras miraba la hoja de mi reporte médico—. Qué bueno que finalmente ha decidido despertar. Mire que ya nos tenía muy preocupados a todos —dijo rápidamente y con ese tono de indiferencia usado por los médicos, tono que te dice que sentían cualquier cosa menos preocupación—. Señores —dijo, dirigiéndose a su cuerpo de residentes—, les presento al doctor John H. Watson, antiguo estudiante de Barts, médico del ejército y héroe de guerra, y por lo tanto, merecedor con creces de nuestro trato preferencial. Veamos qué tenemos aquí… —volvió a mirar su hoja y leyó—: Conmoción cerebral menor causada por un traumatismo craneoencefálico cerrado y varias contusiones de diversa índole, sin mayores complicaciones excepto la pérdida del conocimiento durante… —miró su reloj—, cuatro horas, aproximadamente. La lesión en el brazo… bueno, es una simple contractura debido a un fuerte golpe con un objeto contundente. Necesitará varios días de inmovilidad y medicamento para desinflamar el músculo lastimado. ¡Jones! —exclamó de pronto en voz muy alta, haciendo que todos los presentes pegáramos un brinco—. Dígame qué procede ahora con el doctor Watson.

 

Uno de los estudiantes de medicina dio un paso al frente y comenzó a recitarme una serie de preguntas que apenas sí me daba tiempo de responder antes de comenzar la siguiente.

 

—¿Ha sufrido alteraciones en el nivel de conciencia? ¿Se siente confundido? ¿Ausente? ¿Puede pensar con claridad? ¿Recuerda los hechos ocurridos inmediatamente antes de su golpe? ¿Tiene conocimiento de dónde se encuentra en este momento? ¿Recuerda quién es usted, en dónde vive y a qué se dedica? ¿Reconoce a las personas que han venido a visitarlo? ¿Sufre de cefalea? ¿De debilidad muscular en uno o en ambos lados de su cuerpo? ¿Siente náuseas? ¿Ve luces centelleantes ante sus ojos? ¿Ha vomitado? ¿Tiene ganas de vomitar en este momento? ¿Quiere que la enfermera le pase una bacinica?

 

—Sí, no, no, sí, sí —respondía yo lo más rápido que podía, comenzando a desesperarme por un diagnóstico que no llegaba pero que yo ya conocía de antemano. Dios mío, ¿es qué esa gente había olvidado que yo también era un médico?— ¡NO! —grité ante su pregunta final. El pasante de medicina se quedó mirándome con indignación, y yo aproveché su silencio para girarme hacia Harry y Bill—. Por favor, ¿podrían decirme qué ha ocurrido con Sh…?

 

—¡Smith! —volvió a gritar el médico en jefe—. Dicte usted las indicaciones a seguir.

 

Otro de los estudiantes dio un paso al frente, sin mirarme a la cara y lleno de esa arrogancia que caracteriza a los residentes y que, Dios me ayude, seguramente también yo poseí alguna vez. El orgulloso muchacho tomó las anotaciones que una enfermera le pasó y comenzó.

 

—Frecuencia cardiaca y demás signos vitales, todo dentro de los parámetros normales. —Se acercó y me revisó los ojos con una pequeña lamparita. Me pidió que le recitara mi nombre y mi dirección, la cual, yo, resignadamente, le proporcioné (entre más rápido les diera lo que me pedía, más rápido podría enterarme de lo que ansiaba saber). Me pasó un bolígrafo por los ojos y me pidió que lo siguiera con la mirada. Pero yo ya no estaba para estupideces.

 

—¡Estoy bien, con un demonio! —les grité, dándole un manotazo al residente y haciendo que su bolígrafo volara un par de metros de ahí. ¿Es que no entendían que yo tenía cosas más importantes de las cuáles enterarme?—. ¡Yo también soy médico! ¿Lo recuerdan? ¡SÉ QUE ESTOY BIEN! ¿Ven, ven? Puedo hablar con coherencia y pensar con claridad, no veo borroso ni estoy delirando. ¡Estoy bien, CON UNA MIERDA!

 

—¡JOHN WATSON! —ladró Harry, usando esa voz de "soy tu hermana mayor y te jodes" que yo odiaba tanto. Me giré a verla con furia—. ¡Deja que los hombres hagan su trabajo!

 

"Los hombres" ignoraron mi indignación y el joven residente continuó revisándome. Cuando finalmente pareció estar satisfecho con los resultados, dijo:

 

—El paciente no presenta indicios de una lesión cerebral mayor, sin embargo, deberá permanecer veinticuatro horas en observación y se le practicará una resonancia magnética para asegurar la ausencia de daño permanente o…

 

Levanté la mano del brazo que tenía sano y me cubrí los ojos con ella. La cabeza me estaba explotando del dolor.

 

—Doctor —jadeé—, en vez de todas estas tonterías, ¿podría mejor darme algo para…?

 

—La enfermera se encargará de eso. Bien, señores, eso fue todo nuestro trabajo aquí. Volveremos mañana en la mañana para firmar su alta si es que todo evoluciona de manera correcta. ¡Buenos días, doctor Watson!

 

Con eso, la panda de arrogantes salió de mi cuarto, quedándose atrás el par de enfermeras. Una de ellas me proporcionó un par de pastillas que ingerí con ansiedad. El mísero medio vaso de agua que me pasó para poder tragármelas me supo a verdadera gloria, y no fue hasta ese momento cuando me di cuenta de que me estaba muriendo de sed.

 

—La hora de visita terminará en treinta minutos —les dijo la otra enfermera a Harry y a Bill—. La resonancia le será tomada al paciente dentro de un rato. Pueden regresar en la tarde a partir de las cuatro, si así lo desean.

 

Terminando de decir eso, las dos mujeres vestidas con un tono pastel que para nada concordaba con su agrio carácter, salieron del cuarto sin despedirse. Harry suspiró profundamente y Bill sólo se frotó la cara como solía hacerlo cuando estaba cansado y nervioso (¡cuántas veces no lo vi haciéndolo en el campo de batalla!). Me imaginé que ambos estarían ahí desde hacía horas esperando por mi recuperación, y eso, sumado a la incertidumbre generada por mi causa, eran los motivos por los que se veían tan agotados.

 

Podría haberles dicho que se fueran a casa. Podría haberles pedido una disculpa por hacerles pasar ese mal rato, pero la verdad era que en mi mente tenía una sola idea fija que no me dejaba espacio para analizar nada más. Una sola pregunta que deseaba hacerles. Una duda que me moría por resolver al mismo tiempo que la temía como la muerte misma. Porque si la respuesta confirmaba mis más terribles sospechas; si resultaba que él no lo había logrado, que había… yo…

 

Los tres nos quedamos en silencio durante un par de minutos. Yo estaba realmente aterrorizado por tener que preguntar; tanto que comencé a hiperventilar y a sudar cuantiosamente. Finalmente, Bill pareció apiadarse de mí y habló, rompiendo aquel espantoso mutismo en el que nos habíamos sumido.

 

—Oye, John, ¿no quieres saber cómo está tu amigo, el señor Holmes?

 

Yo lo miré y sentí que el alma me volvía al cuerpo.

 

—¿No… no está muerto? —pregunté, soltando un jadeo.

 

—¿Muerto? ¿Holmes? —me preguntó Bill a su vez, mirándome con extrañeza—. Oh, no, para nada. La bala le atravesó el muslo limpiamente, sin tocarle ningún hueso ni ninguna arteria importante. Tuvo mucha suerte… Escuché que los médicos decían que pasó rozándole la femoral.

 

—¿La bala? —susurré atónito y sintiéndome tremendamente angustiado—. ¿Le… le dispararon?

 

—¿No lo sabías? —me preguntó Bill—. Creíamos que lo habías visto. ¿No estabas ahí cuando ocurrió?

 

Negué con un leve gesto. El dolor que sentía había comenzado a amainar, gracias al cielo.

 

—Creo que… me desmayé cuando me golpearon la cabeza, y eso fue antes de que ocurriera lo que dices, supongo. Tengo la impresión de haber escuchado un par de disparos cuando ya estaba medio inconsciente, pero no me di cuenta de quién o quiénes dispararon. ¿Alguien más resultó con heridas?

 

—No lo sabemos, John —me dijo Bill—. Es verdad. De lo único que estamos enterados es que a ti te golpearon en la cabeza y que Holmes recibió un disparo. Y lo sabemos porque eso es lo que nos han dicho los doctores de aquí.

 

Asentí, tragando trabajosamente y sin saber qué más decir. El alivio que sentía ante la noticia de que Sherlock estaba con vida era tan inmenso que el asunto de la bala me pareció sólo un mal menor y sin importancia. Porque estaba bien y se iba a recuperar, yo sabía por experiencia propia que esas heridas no dejan secuelas graves y que pronto volvería a sus andanzas y correrías y… y que yo lo ayudaría como él me había ayudado alguna vez a mí.

 

Un recuerdo de mí mismo corriendo junto con Sherlock por las transitadas calles de Londres, sorteando lo mismo autos como personas y dejando mi bastón atrás, me hizo sonreír. Y al mismo tiempo que sonreía ante ese recuerdo me parecía haber vivido ese momento hacía años y no un par de meses atrás con en realidad había ocurrido.

 

—Entonces no tienen idea de qué fue lo que pasó dentro de la bóveda —afirmé, mirándolos a los dos.

 

Harry fue quien me respondió.

 

—No, para nada. Los de Scotland Yard no han tenido ni un momento para hablar con nosotros. A mí sólo me llamaron por teléfono para avisarme que estabas aquí con un tremendo golpe en el cráneo, producto de una refriega con una banda de asaltabancos. Me alteré tanto que no podía conducir, así que le pedí a Bill que me trajera. No sabíamos si… quedarías en coma o algo… peor —Harry fue bajando la voz hasta enmudecer y sentí una renovada oleada de cariño por esa mujer que había sido mi tortura desde que tenía uso de razón pero que, al mismo tiempo, parecía amarme con todo su corazón.

 

—Yo le dije a Harry que no había de qué preocuparse, que por lo general esos golpes no son tan graves —dijo Bill en tono ligero como tratando de romper el doloroso momento—. Por cierto, mi esposa te manda saludos, John —agregó con calidez—. Espera que te recuperes pronto y me pidió que te dijera que ya dejes de ponerte en peligro, que quiere conocerte y que para eso necesitas conservarte vivo.

 

Meneé la cabeza en un gesto negativo, preguntándome realmente cómo habría hecho Bill para reponerse tan rápido a las secuelas de la guerra. Cómo habría logrado rehacer su vida tan eficientemente, casándose apenas al volver y disfrutando de la aburrida cotidianidad de la que yo tanto había renegado.

 

—Viviendo con Sherlock, me temo que es un tanto imposible mantenerse lejos del peligro —dije casi como para mí mismo y sonriendo con nostalgia antes de poder evitarlo—. No es que me moleste, la verdad. Sólo… sólo lamento mucho haberlos preocupado a ustedes dos, chicos.

 

Bill y Harry volvieron a intercambiar una mirada. Finalmente, Harry se dirigió a mí.

 

—Bueno, supongo que es hora de irnos. ¿Quieres que le avise a tu amiga que estás en el hospital para que pase a visitarte en la tarde?

 

—¿Cuál amiga? —le pregunté yo sin entender a quién se refería.

 

—Esta chica que mencionas en tu blog y que todavía no me has presentado… ¿cómo era que se llamaba, Bill? —le preguntó Harry a nuestro amigo.

 

—Sarah —respondió él sofocando una risita—. Sarah Sawyer. Pero, entonces, ¿es verdad que estás saliendo con esa chica, John?... ¿Qué no eras gay?

 

Sintiendo que la indignación me rescataba del incómodo momento sentimental que acababa de sufrir por culpa de esos dos, miré a Bill con todo el enojo que fui capaz.

 

—Me niego a dignar a esa pregunta estúpida con una respuesta decente —gruñí.

 

Harry se rió con ganas ante mi cara malhumorada. Como siempre lo había hecho, debo añadir.

 

—Oh, por favor, hermanito —exclamó—. No tienes que fingir ante nosotros. Sabemos muy bien lo que existe entre el Flaco y tú, no te sirve de nada negarlo. Bill y yo somos las personas que más nos alegraremos cuando al fin decidas salir del armario.

 

Enrojecí hasta la punta de los cabellos.

 

—¡Sólo porque tú seas lesbiana no significa que yo también tenga que ser gay! —exclamé con toda la fuerza de mi exasperación.

 

Harry se rió todavía más.

 

—¡Lo sé, idiota! Pero, vamos, por favor… No puedes negar que te faltan palabras halagadoras para describir todas las maravillas que Sherlock Holmes hace y deshace en esas entradas que escribes en tu blog y en las que hablas de él y sólo de él. ¿Tengo que decirte que cuando lo leo, la pantalla de mi computador escurre miel? —Bill y ella se rieron y yo sentí que en cualquier momento ardería en combustión espontánea—. El amor que le profesas a ese Flaco endiablado se nota, se siente… se lee en cada una de tus frases. ¡Si Bill y yo lo hemos descubierto tan sólo con leer tu romántico blog, no quiero imaginar todo lo que pasará entre ustedes dos viviendo ahí solitos en Baker Street!

 

—Entre Sherlock y yo no hay nada de nada —espeté, mordiéndome la amargura que sentía por tener que confesar eso precisamente, e ignorando la voz de mi conciencia que me gritaba "No porque tú no quieras"—. Sólo somos compañeros de apartamento, dos solteros que se juntaron para compartir una renta y nada más. De hecho muchas veces dudo que él me considere a mí lo que nosotros, la gente normal, conocemos como "amigo". Y te lo repito, Harriet, grábatelo bien en tu cabeza de chorlito: Yo-no-soy-gay.

 

—¡No me llames Harriet! —chilló ella—. ¡Y claro que eres gay! ¡Lo eres si estás enamorado de un hombre, y, querido hermanito, puedo oler ese amor desde mi casa!

 

—¡Qué amor ni qué ocho cuartos! ¡Yo no soy gay! —insistí yo levantando más la voz.

 

—Oye, Harry —nos interrumpió Bill—. Tal vez John dice la verdad y resulta que no es gay…

 

—Gracias, Bill, al fin alguien con un poco de sentido co…

 

—… de hecho, yo creo que bisexual sería el término más correcto para emplearlo en él dado que también le gustan las mujeres.

 

—¿Qué? Pe-pero, Bill, les digo que…

 

—Sinceramente, Bill —gimió Harry exasperadamente—, que John sea bisexual o marica me importa un soberano cacahuate. Lo importante aquí es que sea honesto con él mismo y que acepte que si está en ese apartamento aguantando a ese Flaco demente, ES porque lo ama con locura.

 

—¡QUÉ! —grité—. ¡Harriet, deja de decir tonterías! ¡Claro que no lo amo, ni con locura ni con cordura ni con nada de nada!

 

—Y yo le he dicho hasta el cansancio que mejor se dedique a la pesca o a otro pasatiempo inofensivo —dijo una voz femenina desde la puerta—. Ser el amante del Fenómeno ése no le va a traer nada bueno. Yo se lo advertí.

 

—Donovan, contrólese o se irá de aquí.

 

Harry, Bill y yo giramos la cabeza hacia los recién llegados. Lestrade y Donovan entraron a mi cuarto, muy frescos y sonrientes los dos, malditos desgraciados. Claro, como no eran ellos los que estaban en la cama de un hospital recuperándose de un disparo o de una golpiza, y en cambio, yo estaba seguro de que andaban como pavos reales presumiéndose como los héroes que habían evitado el robo cuantioso a uno de los bancos más importantes de Londres, llevándose –como siempre- todas las glorias que en realidad le correspondían al indiferente Sherlock Holmes.

 

Lestrade, seguido muy de cerca por una burlesca Donovan, llegó ante los pies de mi cama. Saludó a Harry y a Bill con un asentimiento de cabeza y luego, concentró toda su atención en mí.

 

—John, me alegro tanto de que haya despertado. Realmente estaba comenzando a preocuparme por usted, ¿sabe? Creí que después de haber sido soldado al servicio de su Majestad, tendría un poco más de experiencia en la lucha cuerpo a cuerpo.

 

Donovan arqueó las cejas en un gesto socarrón y yo solté un resoplido de impaciencia. Desde que Sherlock lo había cuasi-abrazado la noche anterior, el tipo me resultaba cada vez menos simpático.

 

—Estoy bien, gracias por su preocupación —resoplé con desgana—. Le aseguro que a pesar de lo terrible que me veo hoy, las he pasado peores.

 

—Lo puedo imaginar perfectamente —dijo Lestrade con gesto comprensivo—. Usted y Sherlock fueron los héroes de la noche, pues no conformes con descubrir el plan de la banda de la Liga de los Pelirrojos, arriesgaron su propia vida para detenerlos y frustrar el robo. Creo que le alegrará un poco el saber que el director del banco está exultante y me ha prometido una generosa recompensa para ustedes dos.

 

A un lado mío, Harry dio un brinquito y aplaudió discretamente mientras murmuraba entre dientes: "¡Ahora sí podrán irse de Luna de Miel a París, los tortolitos!".

 

Yo sólo pude mirarla con toda la furia que fui capaz, enrojeciendo de nuevo y rezando para que nadie de los presentes hubiera escuchado sus necedades. Pero por las caras de diversión que pusieron Lestrade y Donovan, más la de desconcierto de Bill, supe que mis ruegos eran totalmente en vano.

 

—¿Pueden irse todos mucho a la mierda, y YA? —les pedí, temiendo que si no se iban pronto, entonces sería yo quien se levantaría de esa cama, conmoción cerebral o no, y se largaría mucho a freír espárragos a su apartamento de Baker Street.

 

Toda esa panda de infelices se rió de mí antes de comenzar a despedirse.

 

—De todas formas también tengo que visitar a Sherlock —añadió Lestrade mientras me tendía su mano. Y antes de que yo pudiera contenerme, una ráfaga de rabia me atravesó la mente. ¿Por qué podía él ir a visitar a Sherlock y yo no? Y a todo esto, ¿dónde demonios estaba ese maldito imprudente que se dejaba alcanzar por las balas cuando siempre presumía de ser el mejor y el más inteligente?— ¿Necesita que le diga algo de su parte? —me preguntó Lestrade, sonriendo con tremenda amplitud y ampliando de igual manera mis ganas de estrangularlo.

 

—No, gracias —mascullé entre dientes—. Ya le diré yo mismo algo cuando lo vea.

Lestrade arqueó las cejas en un evidente gesto de desconcierto.

 

—Oh, así que, ¿ni siquiera le dirá "Gracias"?

 

—¿Gracias? —repetí—. ¿Y de qué tendría yo que darle las gracias? ¿De que me hayan casi matado a golpes por andar haciéndole caso y metiéndome en donde no nos llaman?

 

Lestrade me miró con esos profundos ojos oscuros de él antes de responder.

 

—Sherlock le salvó la vida anoche, ¿no lo sabía?

 

—¿Qué? —pregunté yo con voz estrangulada.

 

—La madrugada de hoy, mientras usted, doctor Watson, era atacado por Draco Malfoy, los demás integrantes de la redada nos debatíamos contra Crabbe y Goyle, quienes, al igual que su jefe, presentaron una férrea resistencia al arresto. Ya desprovisto de su arma, Crabbe resultó un adversario fortísimo y duro de someter, tanto, que entre tres no podíamos tomarle las manos para colocarle las esposas. Eso obligó a Sherlock a ser el único en enfrentar a Goyle. En un momento dado, los dos, Sherlock y Goyle, quedaron frente a frente, apuntándose con sus armas, esperando por un paso en falso del otro para poder librarse. Fue en ese momento cuando Malfoy lo golpeó a usted tan duro en la cabeza que el crujido resonó por la bóveda como si le hubiesen quebrado el cráneo (yo creí que lo había matado en ese instante, he de confesar), y luego, todos observamos cómo Malfoy le apuntaba directo a la frente con su arma, aparentemente muy dispuesto a rematarlo.

 

Lestrade hizo una pausa para aspirar profundamente. Yo no tenía ojos más que para él, sin embargo, podía percibir cómo a mi alrededor, tanto mi hermana, como Bill y la misma sargento Donovan, estaban que no perdían detalle del asombroso relato de los hechos.

 

—Sherlock gritó algo —continuó Lestrade—. Yo y mis muchachos estábamos con las manos ocupadas sometiendo al mastodonte de Crabbe como para haberlo salvado, John. Pero Sherlock, aun con la pistola de Goyle apuntándole a él… aun con eso y jugándose su propia vida, giró el cuerpo hacia ustedes, le disparó a Malfoy justo a tiempo para evitar que él apretara el gatillo, y… fue entonces cuando Goyle le disparó.

 

El detective inspector se calló y sacó un pañuelo de su bolsillo para enjugarse el sudor de la frente. Yo y los demás estábamos realmente mudos del asombro.

 

—Creo que… —continuó Lestrade en voz baja—. Creo que yo grité algo, distrayendo a Goyle por un instante. Tiempo suficiente para aprestar mi arma y descargarla contra él. Pero Sherlock ya había sido herido. Afortunadamente, no de manera mortal.

 

—Usted… —lo interrumpió Donovan, quien aparentemente tampoco había estado enterada de lo acontecido en la bóveda del Bank of England—… ¿usted está afirmando que el Fenómeno permitió que lo balearan con tal de salvar al doctor?

 

Lestrade la miró.

 

—Exactamente eso fue lo que vi. Sherlock tenía que saber que Goyle le dispararía apenas dejara él mismo de encañonarlo. Y aun así lo hizo. Lo permitió. Se permitió a él mismo convertirse en un blanco fácil para Goyle con tal de dispararle a Malfoy.

 

—Por cierto y en caso de que se lo estén preguntando, Malfoy y Goyle están ambos tendidos aquí mismo, pero en la morgue del sótano —nos comunicó Donovan con tono alegre—. Holmes será todo lo rarito que ustedes quieran, pero tiene una puntería endiablada, eso sí. Donde pone el ojo…

 

Si yo no hubiera sido médico y a sabiendas de que eso era imposible, habría jurado que la sangre me había abandonado el cuerpo por completo. Simplemente, me sentía tan helado que bien podría haber pasado por muerto. ¿De verdad Sherlock había hecho eso por mí?

 

Como nadie decía nada, la sargento Donovan se giró hacia mí con una enorme sonrisa en la cara y agregó:

 

—Creo, doctor, que tengo que cambiar de parecer con respecto a lo que he estado diciéndole desde que sé que está con Holmes. Tengo la impresión de que usted es la música precisa que la bestia necesitaba para ser domada.

 

—¡Donovan! —la riñó Lestrade—. No seas impertinente.

 

—Oh, por favor, inspector —dijo ella mientras caminaba hacia la puerta de mi cuarto—. Vayamos enseguida a ver al Engendro. Me muero por burlarme de él ahora que sé cuál es su talón de Aquiles.

 

Diciendo eso, la perversa mujer salió riéndose maquiavélicamente y, tras despedirse rápidamente de nosotros, Lestrade la siguió.

 

Bill, Harry y yo nos quedamos en mortal silencio durante tanto tiempo que perdí la cuenta de los minutos. Yo, sencillamente, no lo podía creer y menos podía articular palabra. En eso, una de las enfermeras de antes llegó y asomó su fea cara desde el otro lado de la puerta, rompiendo con ello aquel momento de perplejidad total.

 

—El tiempo de visita ha terminado —avisó y volvió a desaparecer.

 

Bill caminó hacia la cama y me brindó un caluroso y afectivo apretón de manos.

 

—Que te recuperes pronto, compañero. En cuanto tenga una tarde libre, pasaré a visitarte a tu apartamento en Baker Street. Digo, si es que a tu querido Sherlock no le molesta —agregó, cerrándome un ojo.

 

Yo cerré los ojos con fastidio.

 

—Bill, en contra de todo lo que puedas suponer e imaginar, yo puedo jurarte que entre Sherlock y yo no existe nada más que…

 

—Oye, mula, ya cállate —me interrumpió Harry con voz cariñosa. Se acercó hasta mí y, para mi enorme sorpresa, me dio un beso en la frente—. No sé si dices la verdad o eres tan caradura como para jurar semejante cosa cuando las evidencias demuestran todo lo contrario, pero yo sólo quiero que sepas que sea lo que sea que exista entre tú y este Flaco… la verdad es que te ha sentado a las mil maravillas.

 

Yo la miré con incredulidad.

 

—Claro, porque estar tendido en una cama de hospital con la cabeza destrozada es tu visión idílica de algo que "me sienta a las mil maravillas", ¿no? —le espeté con ironía.

 

Ella se rió con esa carcajada franca y gentil que pocas veces le había escuchado soltar. Generalmente sólo se reía para burlarse de mí, así que no eran muchas las ocasiones en que el motivo de su diversión parecía ser algo bueno para su pobre hermano menor.

 

—Yo soy de la filosofía de que en esta vida, más vale vivir poco pero plenamente, que largo pero aburrido y carente de sentido. Así que tienes mi bendición para salir del armario y ser muy feliz con tu señor Sherlock Holmes aunque la felicidad les dure menos que un chupito y los dos terminen bien muertos cualquier día de éstos.

 

—¡Harry!

 

—¿Qué? ¡Reconócelo, John! ¡Eres un soldado! Para darle sentido a tu vida necesitas estar en lucha constante. Y por lo que veo, o es la guerra, o es Sherlock Holmes. Y querido hermanito, si la segunda opción es la que contiene sexo candente y no la primera, creo que no hay mucho qué pensar, ¿no crees?

 

Bill enrojeció ante la mención de la palabra "sexo" y muy discretamente se escabulló de la habitación. Yo, al ver que se había retirado, bajé la voz y le dije a Harry:

 

—Hermana, en serio… te lo juro por nuestros padres. Entre Sherlock y yo no hay nada más que amistad. Él… mira, aunque yo… —Harry me miró con los ojos muy abiertos y yo creí que moriría de la vergüenza—. Él no querría, ¿sabes? Una vez me dijo que para una mente como la suya, cualquier sentimentalismo es una pérdida de tiempo. Una distracción que no puede permitirse —finalicé.

 

Harry me miró con sorpresa durante largos segundos, casi tan admirada como yo mismo ante mi repentina confesión.

 

—Bueno, John… creo firmemente que, dados los hechos sucedidos durante la madrugada, ya es demasiado tarde para que el señor Sherlock Holmes pueda evitar que el amor se convierta en una distracción. Y sobre el hecho de que lo considere una pérdida de tiempo… —se acercó a mí y me susurró en la oreja—: hazle la mejor mamada de su vida y que luego venga y me diga si lo sigue considerando como tiempo perdido.

 

—¡Harry! —grité mientras alejaba mi cabeza de la de ella.

 

Mi hermana me dedicó su sonrisa más traviesa y, cerrándome un ojo, salió de mi habitación, dejándome a merced de los más apabullantes pensamientos que había tenido en mí en mucho, mucho tiempo.

 


 

Ese día pasó lento como pocos, recordándome de golpe aquellas tardes vacías y carentes de fin que había soportado después de la guerra y que habían terminado justo cuando había conocido a Sherlock. Descubriendo así, tal como me lo había dicho Harry, que mi alma guerrera ansiaba una vida similar a un permanente campo de batalla, llena de retos, peligros y malos tratos. Y sin duda alguna, todo eso era algo que fácilmente se podía encontrar si vivías bajo el mismo techo que el detective Holmes.

 

Pero, como fuera, Sherlock y yo ya teníamos un tipo de relación que a ambos nos funcionaba bastante bien, y él había sido muy claro conmigo al decirme que jamás tendría una pareja romántica que lo distrajera de sus ocupaciones detectivescas. Así que, esa tarde, mientras me volvían a revisar los médicos, mientras las enfermeras me llevaban a la sala de resonancias y me aplicaban el examen, y más tarde, mientras tomaba mi cena, me hice el firme propósito de consagrar mi vida a la amistad que, yo creía, era lo único que Sherlock podría brindarme. Tendría que conformarme con eso para no perderlo.

 

Llegada la noche y mientras el personal del hospital apagaba la mayoría de las luces para incitar a los pacientes a dormir, me recosté pensando en que era un idiota. Como un burro había olvidado preguntarle a todos en qué habitación estaba Sherlock, si es que acaso estaba en ese mismo hospital. Entrecerré los ojos con angustia, preguntándome por la salud de mi amigo, doliéndome casi físicamente el cuerpo al imaginarlo con su pierna herida y todo por su deseo de salvarme a mí aun a costa de exponer su vida misma.

 

En eso estaba cuando entró una enfermera a revisarme la presión.

 

La observé mientras trabajaba, preguntándome cuál sería la mejor manera de sonsacarle la información. Sonreí para mis adentros cuando, recordando las sabias palabras de Sherlock, se me ocurrió una idea.

 

La gente odia darte información, pero ama contradecírtela.

 

—Enfermera, yo tengo una queja muy seria —comencé, poniendo cara de perro y rogando porque diera resultado. La agria mujer me miró con gesto indiferente—. Me han dicho que las enfermeras asignadas al bribón de Sherlock Holmes son muchísimas más que las que me atienden a mí. Exijo saber el motivo de semejante discrepancia, o en su defecto, la reparación evidente del daño.

 

La enfermera me miró como si me hubiese vuelto loco. Bueno, la buena mujer no estaba muy errada que digamos, a decir verdad.

 

—No sé quién le ha dicho eso, pero le aseguro que no es verdad —respondió de muy mala gana mientras guardaba sus aparatos para medir la presión—. En todas los pisos de este hospital sólo hay dos enfermeras asignadas por habitación, y la regla aplica sin privilegio alguno lo mismo para la suya como para la 679 de ese hombre que usted me nombra.

 

Y diciendo esto, se retiró de la habitación. Yo me quedé solo, sonriendo ampliamente y repitiendo una y otra vez ese 679 hasta que se quedó fijo en mi memoria. El presentimiento de que Sherlock estaría muy orgulloso de mí si me hubiera visto hacer aquello, era lo que me hacía más feliz.

 


 

Un par de horas después, cuando el hospital ya estaba sumido en un profundo silencio y la mayoría de los pacientes que podían hacerlo, dormían ya, yo me levanté con sumo cuidado. Me mareé un poco y tuve que quedarme sentado un rato, pero finalmente conseguí ponerme de pie. Poco a poco y tratando de no hacer ruido para no alertar a las enfermeras que estaban en la estación a unos cuantos metros de mi cuarto, asomé las narices y viendo vía libre, me dirigí con paso lento pero seguro hacia donde yo sabía bien, estaba esa habitación.

 

Los años prestando servicio en Barts me habían dejado algo más que conocimiento médico. También me sabía los pisos al dedillo, y perfectamente recordaba en qué parte estaba ubicado el cuarto 679, con tan buena suerte para mí que no se encontraba muy retirado del mío.

 

Poco a poco y evitando las zonas donde escuchaba actividad médica o a las enfermeras, llegué hasta la habitación de Sherlock. Me paré ante la puerta de madera blanca con la placa que ostentaba el número buscado, y podía jurar que el corazón me latía tan rápido que podía escuchar los golpes que éste se daba contra mi caja torácica.

 

Respiré un par de veces para intentar calmarme, y entonces abrí la puerta y entré. El cuarto tenía la misma disposición que el mío, y Sherlock, al igual que yo, también yacía en la cama que estaba hasta el fondo, pegada a la ventana.

 

El cuarto estaba en penumbras, y Sherlock no se giró hacia mí cuando entré. Noté su silueta delgada, larga y oscura contrastando contra las sábanas blancas de su cama, y me pregunté si acaso estaría dormido… o sedado. Sabía por experiencia lo dolorosas que eran las heridas por armas de fuego, y al pensar eso, de nuevo un grave remordimiento me azotó el alma.

 

Todo era mi culpa. Culpa de mi ineptitud y mal desempeño ante el ataque de Malfoy. Era por eso que Sherlock había estado a punto de perder su vida. Y ahora estaba ahí, solo, tendido en medio de un cuarto frío, adolorido y sin poder caminar por varios días.

 

Por mi culpa.

 

Tragué saliva y me dirigí con lentitud hacia él. Al acercarme, con sorpresa descubrí que tenía los ojos muy abiertos, mirándome con incredulidad o no sé con qué.

 

—¿Sherlock? —le hablé al verme descubierto—. ¿Có-cómo estás? He venido a visitarte, espero que no te moleste —le expliqué con enorme torpeza.

 

Pero Sherlock no me respondió. Sólo se quedó ahí tendido, mirándome con una fijeza tal que por un horrible momento creí que estaba muerto. Con más rapidez de la que debía, me acerqué hasta su cama para cerciorarme de qué era lo que estaba pasando antes de ponerme a dar voces de alarma.

 

—¿Sherlock? —repetí—. ¿Estás despierto? —Nada, ninguna respuesta. Sólo una mirada fija en mí y, qué gran alivio, una respiración acompasada y regular. Noté el gran vendaje que cubría su muslo izquierdo y el remordimiento me mordió con ganas que antes—. Sherlock, grandísimo estúpido. ¿No te dije que eras un idiota? ¿Cómo pudiste hacer eso? Debiste dejarme morir y me lo habría tenido bien merecido por ser el imbécil más grande del mun…

 

—John.

 

Sherlock me habló, y yo escuché su voz aunque no podía asegurar a ciencia cierta de que hubiese movido los labios. Vagamente me pregunté si tendría también dotes de ventrílocuo mientras me acercaba más a su cama y a él.

 

—¿Dime, Sherlock? ¿Puedo hacer algo por ti? ¿Necesitas agua, o más droga para el dolor? ¿Quieres que llame a la estación de enfermeras?

 

Sherlock negó con la cabeza. Muy levemente y casi imperceptiblemente, pero lo hizo.

 

—¿Entonces? —le pregunté, acercándome tanto que quedé con mi cara justo encima de la de él.

 

—John —volvió a decir en un murmullo que sonaba a algo entre desesperado y resignado—. Necesito comprobar algo.

 

—¿Qué…?

 

No terminé de formular mi pregunta. Sherlock me silenció cuando levantó una mano y me tomó de mi horrible camisón de hospital, sujetando la tela con fuerza y tirando de ella hasta que me hizo caer encima de él. Mi brazo lastimado golpeó contra su pecho, el dolor que sentí me hizo gemir y él, aprovechando que yo había abierto la boca, aplastó sus labios contra los míos, rodeando mi cuello con su otra mano para no permitirme escapar.

 

Abrí mucho los ojos, pero no veía nada más que la cara de Sherlock en muy grande aumento. Intenté incorporarme, pero no pude. Sherlock me sostenía fuerte, y sin darme tregua comenzó a besarme con una ansiedad que jamás había conocido en nadie más. Y yo, por todos los dioses que han adorado los hombres en esta Tierra durante toda su puta historia, sentí que me moriría en ese momento, en esa cama de hospital y ahí justo encima de él, cuando su lengua se introdujo dentro de mi boca y acarició la mía con una vehemencia tal que no pude evitar que un largo gemido de deseo contenido escapara entre los labios de los dos.

 

Gemido que hizo juego con el gruñido de satisfacción que Sherlock emitió justo después de mí y que hizo que toda mi boca vibrara, al mismo tiempo que mi cuerpo despertaba a una locura de sensaciones que, creía yo, estaban muertas y enterradas desde hacía siglos en lo más profundo de mí.

 

Sin embargo, con Sherlock besándome así, con su lengua loca hurgando con ansia mi interior, con su mano derecha estrujando mi bata y con la izquierda acariciándome la nuca, me di cuenta que esas sensaciones, que el deseo, la lujuria y la pasión, estaban tan vivas en mí como lo estábamos Sherlock y yo desde que vivíamos juntos en Baker Street.

 

 

 

 

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